Su primer encuentro con lo feo se produjo
cerca de los siete años. Eso decían los recuerdos, al menos. Acompañó a su
padre a una librería y entonces se topó con ello.
La cubierta de una novela de samuráis se transformó en el primer verdugo de
algunas noches de su niñez. No pudo evitar despertarse de madrugada y creer
divisar en la oscuridad el horroroso rostro de aquel guerrero nipón que tanto
lo impresionara. Una despiadada abyección recorría cada surco de su cara, y le
pareció que tarde temprano se hallaría frente a él, y que entonces le habría
llegado su hora.
La segunda experiencia lo marcó de tal manera
que se creyó perdido. Solo el tiempo pudo remediar en algo su miedo, hasta
devolverle la normalidad. Sin embargo, se convenció de que cuando contemplara
una tercera Gran Fealdad como esa, no se repondría. Se trató de su primera
novia, cuando tenía algo así como diecisiete. Se tomó el asunto muy en serio.
Se hizo amigo de sus suegros, habitué en casa de su amada, y tres veces estuvo
a punto de perder su carrera universitaria por amor. O mejor dicho, por
calentura. Porque él ignoraba por completo que a su novia no le bastaba con las
dos sesiones semanales de amor. El
encontrársela desnuda en la cama de su hermano mayor fue algo realmente
feísimo. La insultó a lo largo y ancho de toda la Remodelación Paicaví. En uno
de sus jardines, consiguió que ella se arrodillara suplicándole perdón, solo
para tener una última
fotografía antes de abandonarla bajo la intensa lluvia.
La tercera vez que pasó por algo semejante,
la cosa anduvo un poco más lenta. Para cualquier ser humano, aceptar una
derrota tan dolorosa no resulta tarea fácil. Fue arriba de una micro
Rengo-Lientur. Volvía a su casa agotado luego de un turno de noche en una
industria de Hualpén. Cuando estaba a punto de quedarse dormido en su asiento,
la micro se detuvo en un paradero de Avenida Chacabuco y coincidió con que le
dio el semáforo en rojo. Esto hizo que tuviera todo el tiempo del mundo para
fijar su atención en un hombrecito de lentes, de mirada algo extraviada,
vestido desaliñadamente, y que cargaba una enorme mochila en sus espaldas. De
inmediato, reparó en el rostro del sujeto. Aquella expresión reflejaba no solo
el cansancio de portar por largo rato el peso de esa mochila. Había algo más.
Detrás de los lentes, esos ojos ocultaban una llamarada de rencor. Profundo
rencor hacia una vida que lo había reducido a eso. Supuso que en otro tiempo este hombre había soñado con ser
otro, y que había sido la vida la que se encargó de barrer con sus
expectativas, reduciéndolo a lo que era ahora: una cosa fea, peor incluso que el samurái.
La micro reanudó su marcha, pero la imagen
del sujeto del paradero se las arregló para hacerse indeleble dentro de su
cabeza. Sin embargo, no constató la fealdad sino hasta la mañana siguiente.
Cansado por el nuevo turno y con el peso del trasnoche a cuestas, no pudo
evitar mirarse un poco más de lo normal en el espejo tras lavarse la cara.
Entonces lo descubrió. Sus ojos
poseían una expresión flamígera y rencorosa similar a la de aquel individuo.
También él había soñado con ser otro. Domesticado, explotado y exprimido, los
días en los que se pensó libre, dueño de su vida, con la posibilidad de dejarlo
todo y volver a empezar una y otra vez, se habían marchado para siempre. La
vida se las arregló para atraparlo, y hacer de él también una cosa fea. Herido
y desesperado como estaba, usó un frasco de perfume para quebrar el espejo en
varios puntos. Luego se tumbó sobre la cama y se echó a llorar, como un
condenado a muerte.
(Destrozado y maligno, 2013)