Esta micro
novela fue publicada en forma de columnas en el periódico Resumen de Concepción, durante el convulsionado 2011. La historia
se basa en el idilio amoroso de dos jóvenes en medio de una sociedad que
despierta de su letargo y se vuelca en masa a las calles, exigiendo reformas
políticas y sociales que recuperen sus derechos. El compromiso político de
Manuel conducirá a Rita hacia una militancia clandestina. Un subteniente
de carabineros ve peligrar el adoctrinamiento que le impone su rígida
institución, al observar la realidad con otros ojos. Un personaje tan
importante como nefasto tiene la osadía de poner sus pies en la ciudad de
Concepción.
Líneas
cargadas con las voces de un pueblo que se levanta, En el nombre de la locura es una especie de homenaje no oficial a
quienes hacen de sus vidas una trinchera de resistencia, frente a los
pestilentes valores de la sociedad de consumo. A través de estas letras,
dedicadas especialmente a los y las capuchas,
se pretende hacer un humilde intento de rescate de los pequeños detalles
cotidianos que nos transforman: actitudes, decisiones, orgullos y culpas. Con el pleno convencimiento de que todo
lo que nos hace humanos tiene el secreto poder de iluminarnos.
A continuación se transcribe el texto completo, también disponible en formato PDF en la sección de descargas de este blog. Letras de Oscar Sanzana Silva, las ilustraciones corren por cuenta del ilustrador Felipe Suanes, ¡buen provecho!
I
Tal vez
nunca lleguemos a comprender lo que nos motiva como seres humanos a destruirnos
unos a otros. Por supuesto, también están aquellos que dedican sus vidas a la
errática persecución de sus vicios, fantasmas y locuras. Permítanme contarles
una historia de aquellas. La escena tuvo lugar en un dormitorio del Hotel Pez de Concepción, que daba a la
calle Heras. Ariel llevaba tres días sin dormir, con igual cantidad de botellas
de whisky en el cuerpo. Y bueno, estaba solo y desesperado. Le quedaba un
último número telefónico sin agotar, uno prohibido: el de Rita. Había conocido
a la chica algunos meses atrás y, de alguna manera, fue ella la responsable de
llevarlo hasta allí: la soledad, el alcohol, las pastillas, el desamor… en fin,
todo el mundo sufre por algo, pensaba cuando se sentía muy podrido. La llamó.
— Necesito
verte.
— ¡Púdrete,
viejo de mierda!
— ¡Estoy
muriendo, niña, ven en seguida!
Ella cortó y
media hora después estaba en su habitación. Una mujer encantadora, pensó Ariel,
sirviendo con entusiasmo otros dos whiskys. Rita sabía como tratarlo, y desde
luego, sabría qué hacer con su fortuna. Todo el papeleo legal estaba resuelto:
ella se quedaría con todo cuando el viejo estirara la pata. Sin embargo, no se
consideraba una asesina. Y su pensamiento habitual era hacer disfrutar a Ariel
todo lo que su gastado cuerpo resistiera. Y claro, a él no le costaba mucho
perderse en los vicios y pasiones a las que lo iniciaba la tórrida jovencita.
Esa mañana,
Ariel murió de forma sublime mientras Rita cabalgaba sobre él. A la chica no le
importó seguir estimulándose con su cuerpo, ya sin vida, hasta obtener lo suyo.
Se vistió y salió a la calle con la botella en la mano y un prometedor futuro
ante sus ojos…
No fue
alegría ni tristeza lo que la llevó a unirse a una marcha de estudiantes que
pasaba por la Avenida
Paicaví. Eran miles, y pronto Rita perdió la cuenta de las
calles que caminó junto a ellos. Al desembocar en la Universidad de
Concepción, las cosas se pusieron difíciles. Evidentemente borracha, corrió
despavorida hacia el interior del campus, mientras atrás la policía intentaba
contener a los cientos de muchachos que les arrojaban todo lo que encontraban a
mano.
De pronto,
un agente de las Fuerzas Especiales le dio alcance. No fue ninguna hazaña dado
lo colocada que iba Rita. Cuando el poli intentó levantarla, un encapuchado lo
agarró del cuello, lanzándolo hacia atrás. Tras algunos forcejeos, el joven
consiguió propinarle una patada al policía, liberando a Rita. Se echó a correr
junto a ella en medio del gas lacrimógeno, los gritos y el caos.
Una vez a
salvo, el encapuchado llevó a Rita hasta un edificio en toma. Tras quitarse la
polera que cubría su rostro, le ofreció un vaso de agua, que la joven rechazó
con cortesía:
— No te
había visto antes en ninguna marcha, ¿qué estudias?
— No
estudio, sólo aspiro a tener una muerte dignificante —contestó Rita.
— Debí
dejarte en manos del carabinero, entonces…
— No me
habría matado.
— Tampoco yo
lo haría.
— No estés
tan seguro… ¿tienes un cigarrillo?
Se quedaron
allí, sentados en la escalera de la
Facultad de Educación, mientras afuera la gente seguía
corriendo y apedreando, con los policías maldiciendo algunos metros más atrás.
II
Mi nombre es
Guillermina, y tengo razones para estar preocupada por mi hijo, doctor. Es
decir, él no anda nada bien desde hace algún tiempo, y la verdad es que a una
como madre y jefa de hogar la cosa se le pone difícil, sobre todo si no hay,
cómo le dijera yo… mucha comunicación.
¿Sabe? el
Manolito es un buen hijo, no es de esos que se han quedado pegados en la pasta,
o de esos otros tontorrones que se lo pasan todo el día viendo la tele. No. Él
de chiquitito fue bien aplicado en sus estudios. Pero hace algunos meses atrás
empezó a llegar a la casa con unos libros raros, y el otro día me presentó a
una chiquilla un poco mayor que él, bien buenamoza, pero ¿sabe? algo tenía esa joven, era media rara, yo
la capté al tiro. Me dio la impresión de que estaba media loca, no le miento
doctor.
Mire, ya que
me lo pregunta, le diré que el Manuel desde que entró a la U ya no volvió a ser el mismo.
Se me puso medio rebelde. Me decía que las cosas podían ser distintas, que no
estaba bien que yo trabajara todo el día en ese motelucho, y que él, al igual
que sus compañeros, debería estudiar gratis. Un día le paré el carro, le dije
que él solo no podía cambiar el mundo. Me respondió que no estaba solo y ahí yo
me asusté. Para serle honesta, doctor, yo sabía que este niñito andaba metido
en leseras, pero nunca lo vi más allá de una simple chifladura de juventud.
Casi me muero cuando una vez apareció en televisión subiéndose a un guanaco con
una tijera y cortándole un cable, que parece que es de la cámara por donde los
pacos vigilan a los que andan protestando. Y sé que era él, porque a mí no me
engaña, yo lo reconozco hasta con capucha.
No doctor,
de eso no le puedo echar la culpa a la chiquilla esa… Rita creo que se llama.
No, ella apareció después. Manolito siempre llegaba a la casa con unos amigos
barbones y medios ojerosos ¡Tenían los labios morados de tanto vino que
tomaban! Y si bien nunca lo he visto borracho, varias veces sale de noche sin
decirme adónde va. Se ha puesto tan misterioso… Lo que sí, es que desde que anda
con la tal Rita está más alegre. Antes siempre andaba malhumorado, como peleado
con todo el mundo. Parece que esta jovencita le está dando una poción de
felicidad. El problema es que así como feliz, se me está poniendo medio loco
también. Empieza a recitarme unas cosas medias raras como:
Vimos girar los fantasmales bailarines
al ritmo de violines y de cuernos
cual hojas negras llevadas por el viento
al ritmo de violines y de cuernos
cual hojas negras llevadas por el viento
Ay doctor,
si a mí lo que me puso mal de los nervios fue el haber descubierto el cuerpo de
ese caballero. Mire, yo había terminado ya con mi turno, pero mi jefa me pidió
que me encargara de la habitación 23. Lo único que sabía era que la había
ocupado un anciano con una señorita mucho menor que él. Pero nunca imaginé que
me lo encontraría allí, tendido, con esa expresión tan plácida para tratarse de
un muerto. Lógico que murió en el acto mismo, pues doctor. Adónde ha visto
usted a un muerto tan sonriente como ése. No, nunca supimos de la chiquilla. Se
arrancó a tiempo la tonta no más… Ya, está bien, me tomo dos de esas pastillas
antes de dormirme y una de estas otras por la mañana. Gracias doctor, y
disculpe por darle la lata, que tenga un buen día.
En cuanto
doña Guillermina cerró la puerta, el doctor telefoneó:
— ¿Detective
López? Le tengo información sobre Rita. Se nos cayó a la subversión, al
parecer…
— A las una
en el Cantabria.
— Allí
estaré —le contestó el doctor. Cortó y luego volvió a su partida de solitario.
III
Había dos
importantes motivos por los que a Rita le encantaban los bares. El primero de
ellos era su relación de amor y odio con la soledad; el segundo, que era una
alcohólica sin remedio y cualquier cantina, por miserable que fuera, le parecía
un buen lugar para echar un trago. Pero desde que se hacía acompañar por
Manuel, la cosa era diferente. Su incontrolable coquetería hacía que la
parejita se metiera en líos con facilidad.
Normalmente,
sucedía tras beber algunas copas. Ella no controlaba su escote y los otros
borrachos no controlaban sus ojos. Se le acercaban más de la cuenta, y el
resultado era siempre el mismo:
— ¿Cuánto
cobras, preciosa?
— ¡Vamos,
condenada, muestra un poco más!
— ¡No te
hagas de rogar, todos sabemos a lo que vienes!
Entonces Manuel
se abalanzaba sobre el desubicado, aunque a veces fuera más de uno y supiera de
antemano que recibiría una paliza.
Otra de las
actividades favoritas de Manuel y Rita era colarse en los edificios
deshabitados después del terremoto, con orden de demolición. Normalmente, se
las arreglaban para subir hasta el último piso, y una vez allí, amarse entre
botellas vacías de cerveza, restos de álbumes de fotos familiares, plantas de
interior secas, y el permanente riesgo de que alguien apareciera en cualquier momento.
Podía ser un ladrón, un policía u otra gente de mala vida.
La mañana
que subieron al Alto Arauco II de
Avenida Los Carrera, decidieron hacer una pausa en el departamento 1401. Desde
la altura contemplaron la Plaza Condell,
la laguna Tres Pascualas y sus alrededores. Era realmente grato estar allí, en
un edificio que no obstante estar herido de muerte, se conservaba aún en pie, y
sólo porque nadie quería hacerse responsable de derribarlo. Se sentaron sobre
la alfombra húmeda por la lluvia –habían desaparecido las ventanas-, y fumaron
contemplando el paisaje. Viajaron todo lo lejos que pueden hacerlo dos almas
unidas por una misma necesidad de superar el vacío, la ansiosa locura por
encontrar un pequeño paraíso en un lugar que no les corresponde. Rayaron como
niños las paredes de aquella habitación, con versos de un libro de Alcalde que
una vez hicieron suyo:
Aquellos
que copularon
hasta exterminarse
rodeados de humo
una botella vacía, hastío
y melancolía
El amor los resucite.
De pronto,
escucharon pasos, que dada la gran cantidad de vidrios rotos en los pasillos y
escaleras, se anunciaban desde varios pisos más abajo. Sin embargo, el letargo
no les permitió escapar a tiempo. En el umbral de la puerta, y sin dejar de
apuntarlos con su arma, el detective López y sus acompañantes terminaron
abruptamente con la magia de aquel momento:
— ¡Al fin
damos contigo Rita, veo que ahora te gustan más jovencitos! ¡Vístete, que
tendrás que acompañarnos, tenemos unos cuantos asuntos pendientes!
— Maldito
rati, ¿por qué no nos dejas en paz? — gritó Manuel.
— ¡Cállate,
tú también vendrás con nosotros! ¿Crees que no sabemos que eres uno de los más
revoltosos de tu universidad?
— ¡Déjalo
ir! Es a mí a quien quieren los muy hijos de puta, ¿o no? — sollozó Rita,
poniéndose sus jeans agujereados.
— Aquí las
órdenes las doy yo…
Ambos fueron
bajados del edificio y conducidos a la camioneta de la
PDI. En el viaje a la comisaría, Manuel se
enteró de los enredos amorosos de Rita con Ariel, un viejo millonario
encontrado muerto en un hotelucho del centro de Concepción, así como de su
violenta fuga desde el psiquiátrico meses atrás. A su vez, la chica supo de
algunas actividades de Manuel, que incluían su presencia en un montón de
barricadas, la golpiza a un carabinero, y lo peor de todo, su posible
participación en el incendio de una conocida sucursal bancaria.
IV
Casi al
terminar su patrullaje nocturno, el subteniente Alvear se topó con dos
borrachos que apedreaban un taxi en la Avenida Paicaví, llegando a
Bulnes. Su detención y el papeleo posterior le significaron terminar algo más
tarde de lo habitual. Bueno, a esas alturas cualquier cosa era mejor que estar
en Fuerzas Especiales. Había sido un acierto pedir traslado de unidad; de lo
contrario, todavía estaría recibiendo pedradas y sería blanco de los más
creativos insultos por parte de los estudiantes.
Esa mañana,
fue llamado a una misteriosa oficina dentro de la Comisaría. Otro
uniformado lo miró fijamente antes de decirle:
—Seré
directo con usted: será designado a una misión secreta, que consiste en
infiltrarse en un colectivo de estudiantes al interior de la Universidad de
Concepción. Sabemos perfectamente bien que son unos revoltosos. Su objetivo
será proveernos de suficientes pruebas para encarcelarlos a todos.
El sujeto no
esperó respuesta y Alvear fue conducido a otra oficina, donde un individuo de
gafas oscuras y barriga prominente lo puso al tanto de todo. Al observar las
fotografías de los integrantes del colectivo, creyó reconocer a una de las
chicas: algunas semanas atrás, poco antes de su salida de Fuerzas Especiales,
la había detenido en una revuelta, pero un encapuchado lo golpeó y la joven
consiguió escapar. El barrigón de gafas encendió un cigarrillo:
—Le diremos
cómo ganarse la confianza de estos chascones. Tendrá que involucrarse en sus
hábitos de vida, participar de sus asuntos, beber con ellos incluso, tener
mínimo contacto con nosotros, por lo menos al comienzo, ¿comprende subteniente?
—Afirmativo.
—Una última
cosa— el sujeto puso su mano sobre un hombro de Alvear— cuidadito con
entusiasmarse con esa vida, ¿ha oído hablar del síndrome de Estocolmo?
—Negativo.
—Ya sabrá a
lo que me refiero.
Lo cierto es
que si bien los primeros días del subteniente Alvear dentro del colectivo
fueron un poco incómodos, de a poco se fue adaptando al lenguaje, a los
códigos, a los secretos. Pero también a vivir de una forma que nunca había
experimentado. Un poco menos estrangulado por la disciplina, el orden y la
compostura, lentamente comenzó a percibir la realidad de un modo ligeramente
diferente.
Lo primero
que extrañó a su mujer fue verlo leyendo con tanta asiduidad, llegando incluso
a apagarle la televisión para poder concentrarse mejor. Ella tampoco pudo
entender que a él le diera por salir de noche y volviera de madrugada con
aliento alcohólico y más sonriente de lo habitual. Los informes a sus
superiores eran, eso sí, implacables en su puntualidad.
Se
aproximaba una jornada de protesta nacional, y el colectivo liderado por un
joven llamado Manuel se preparaba para la acción. La noche anterior, en una
pequeña casa de seguridad ubicada en el sector Lo Rojas de Coronel, ultimaban
detalles de lo que sería su participación:
—Nos han
pedido que apoyemos la acción aquí en Coronel. Al amanecer cortaremos el
camino. A tener cuidado compas, que la repre está cada día peor. Rita y yo
tuvimos suerte, nos agarraron el mes pasado, pero salimos por falta de méritos.
Aún sí, yo creo que nos están pisando los talones.
El
subteniente Alvear tenía lo que necesitaba. Ahí estaban todos, con las manos en
la masa. Era momento de llamar a su superior y que él se encargara del resto.
Misteriosamente, sólo se limitó a encender otro cigarrillo y a apurar su vaso
de cerveza. Incluso, esa noche Manuel le enseñó algunos acordes de guitarra que
practicó durante horas, decidiendo si era el momento de entregar a los
muchachos y volver a sus labores de patrullaje, a lo que era su vida hasta
antes de que le encomendaran aquella misión.
Esa mañana,
mientras se preparaban para cortar la ruta 160, el subteniente Alvear recibió
una llamada de su superior. Discretamente, contestó apilando unos cuantos
neumáticos:
—¿Y bien
Alvear, qué me dices, ya tienes en tus manos a esos delincuentes?
—Negativo,
mi teniente. Estos jóvenes son muy hábiles. Creo que la investigación tomará
más tiempo de lo pensado.
Cortó y
roció los neumáticos con bencina. En medio del enfrentamiento que siguió al
corte de ruta, y con una bomba incendiaria en sus manos, pensó “qué diablos, al
menos esto es más divertido que andar toda la noche dando vueltas dentro de esa
maldita patrulla”.
V
Ocurrió
siendo de noche. El subteniente Alvear fue llamado a una oficina muy oscura,
ubicada en el subterráneo de la Primera
Comisaría de Concepción y fue dado de baja. Esta vez había
llegado demasiado lejos y recibió la paliza que merecía. No pudo evitar
enredarse afectivamente con el colectivo de estudiantes que debía infiltrar
para luego desarticularlo. La operación fracasó y debió responder por ello.
El problema
fue que tras recuperarse del par de fracturas y las múltiples contusiones,
Alvear siguió con el baile. Por su cuenta, colaboró con un par intentos de toma
de la Universidad Católica
de la Santísima Concepción, asistió a numerosas marchas e incluso intentó
estrangular a un capitán de Fuerzas Especiales que se quería pasar de listo con
una liceana. En cuanto a su mujer, lógicamente lo abandonó y él comenzó a pasar
más tiempo de la cuenta en los tugurios de calle Maipú.
Justamente
en uno de ellos, llamado Bogarín, fue
donde se le acercó una tarde el Detective López con un vaso de malta en la
mano:
— Sé
perfectamente quién es, Alvear. No le propongo que delate a nadie, simplemente
que juegue a dos bandas. Trabajará tanto para ellos como para mí. La diferencia
es que a mí no me interesa detener a nadie más que a Rita. Ella es la más
peligrosa de toda esa tropa.
— No sé a
qué se refiere — el ex oficial trató de evadir el asunto.
— No me
venga con esa mierda Alvear, que no se la cree ni usted. Sé que está en la
ruina, no tiene ni para irse a beber a un lugar decente ¡Mírese! Yo le pagaré
bien por cada información que me proporcione, ¿o acaso cree que alguien le dará
un trabajo después de haber escupido en la cara al Ministro del Interior?
— Son buenos
chicos, usted no los conoce. Además, yo ya no soy…
Alvear se
levantó y salió rápidamente del local en dirección a la Costanera. El Detective López
miró a uno de sus hombres, que esperaba al lado de la puerta y le indicó que
siguiera a Alvear.
En tanto, a
esa misma hora, en una oscura fábrica de cecinas de calle Las Heras, cuatro
misteriosos hombres conspiraban, espantándose las decenas de moscas que volaban
sobre la mesa:
— Ya está
todo arreglado. En un par de meses estará en Concepción, y será la única
posibilidad que tendremos para liquidarlo.
— Sería un
suicidio y lo sabes, Ismael — le respondió uno encendiendo un cigarrillo.
— Haríamos
historia, ¿qué me dicen?
Tres de
ellos asintieron. El que estaba indeciso, terminó luego por sumarse a la
mayoría, no le quedaba otra, después de todo. En eso se asomó el carnicero, que
apuntándolos con un cuchillo ensangrentado les dijo:
— ¡Estamos
en el tiempo, se largan enseguida de mi local!
Los hombres
se levantaron silenciosamente y enfilaron hacia direcciones opuestas. El más
joven de todos, llamado Manuel, caminó hacia la Plaza Condell y se sentó en uno
de los bancos, al lado de Rita, que lo esperaba con un libro de Cortázar en sus
manos.
VI
Rita y
Manuel llevaban algún tiempo viviendo en un pequeño departamento de la Remodelación
Paicaví. Hasta allí llegaba ocasionalmente un grupo de
conspiradores, entre los que se encontraba un sujeto de apellido Manríquez.
Normalmente la cita era bastante agradable: Rita preparaba café para todos, y
tras correr las cortinas y dejar los celulares sin batería sobre la mesa, se
sentaban a conversar. Aquella tarde la prensa anunció la visita del Presidente
de Estados Unidos a Chile, y de pasadita a Concepción. Toda una provocación. De
inmediato saltó Manríquez:
—Ese infeliz
no se va de Conce sin un tunazo bien puesto.
Los demás
conspiradores lo miraron sin sorprenderse. Estaban acostumbrados a la lengua
larga de Manríquez, a su retórica incendiaria y a su extraordinaria capacidad
de proponer las cosas más descabelladas a favor de la causa. No por nada lo apodaban cariñosamente Polvorita. Pero esa tarde y por
increíble que parezca, Polvorita se
las arregló para convencer a los demás de atentar contra el mismísimo
presidente gringo.
—Es una
locura —protestó uno de los conspiradores— ni siquiera pudimos liquidar a
Piñera. Nuestro hombre hizo bien mandando a aquel sujeto con un cartel para
despistar a la policía, pero no le acertó disparándole el dardo envenenado,
¡fue a parar al cuello del diputado V. Ryssolmierda!
—No lo
condenes —le respondió Rita —es un chico cargado de buenas intenciones, pero
esa mañana tenía una resaca horrible. Y bueno, al menos uno de esos
cerdos estiró la pata…
Cuando
terminaron de beberse su café, los conspiradores fueron abandonando el lugar
uno tras otro y se marcharon por caminos separados. Polvorita fue el último en salir, y antes agradeció a Manuel y Rita
por haber apoyado su iniciativa.
—Las
próximas reuniones serán extremadamente confidenciales. Por lo que tengo
entendido, el Presidente visitará alguna dependencia de la Universidad, pero creo
que lo mejor sería cazarlo en el aeropuerto.
Con el
correr de las semanas, se fue haciendo más claro el panorama. La máxima
autoridad de Estados Unidos ventilaría sus vergüenzas en Concepción, y un
puñado de conspiradores intentaría vulnerar el dispositivo de seguridad más
fuerte y complejo del mundo. Rápidamente se articularon una serie de
situaciones que dividirían a las fuerzas de orden.
Esa tarde,
se levantaron barricadas en todo el Gran Concepción. La más importante se situó
en Barrio Norte, y estuvo al mando de Polvorita.
Era crucial intervenir el tránsito en la Avenida Alonso de Ribera para
entorpecer el acceso a la Autopista. La Universidad de Concepción fue otro
punto donde se concentraron importantes fuerzas. Y qué decir de Hualpén, la
caleta Lo Rojas, Lota Alto y Costanera, donde cientos de pobladores mantuvieron
bien ocupadas a numerosas unidades policiales. Pese a los cientos de policías
que llegaron desde Santiago a reforzar la seguridad del Presidente de los
Estados Unidos, ya al comienzo de esa jornada resultaba a todas luces evidente
que no podría salir del aeropuerto. Y sería entonces cuando un selecto grupo de
muchachos y muchachas, conducido por Manuel, debería interceptarlo.
Las
autoridades locales retrasaron el descenso del Presidente desde el avión,
confiados en que la situación en las calles mejoraría, los desórdenes serían
efectivamente reprimidos, y el mandatario podría llegar a su cita con
importantes empresarios y políticos de renombre. El lugar de la cita no sería
revelado sino hasta más tarde, como medida de seguridad. Se rumoreaba que podía
ser el Club Concepción, en algún hotel cinco estrellas, o incluso en la misma
Intendencia.
Con lo que
no contaba la seguridad presidencial, era con que un par de chicas del grupo de
Manuel se infiltraron en el personal de servicio del aeropuerto, y estuvieron
encargadas de servir el refrigerio a la comitiva. Debido a que resultaba
imperioso para el éxito del plan que el monarca gringo descendiera, algunos
vasos de whisky fueron rociados con una abundante dosis de laxante. A la
primera ronda, parte de sus acompañantes terminó haciendo fila para ocupar el
baño del avión, que pronto se vio colapsado. Los efectos de la segunda ronda
fueron simplemente devastadores. Según me contaron las chiquillas algún tiempo
después, el presidente gringo llegó a tal nivel de desesperación por ocupar el
inodoro, que esgrimió el argumento de su autoridad para hacer sacar a dos
ministros de Estado, con los pantalones abajo y el trasero a medio limpiar. Sin
embargo, mientras el gringo no bajara del avión, no podrían echar a andar la
segunda parte del plan.
Las
autoridades, por su parte, hacían lo imposible para que las fuerzas policiales
devolvieran la calma a la ciudad. Se sabía que los empresarios y autoridades
que esperaban al Presidente comenzaban a impacientarse. Acaso eso no tuviera
importancia alguna, como sí la tenía el hecho de que la imagen de la ciudad de
Concepción se fuera al carajo. Pero la gente seguía en las barricadas. Costaba
mucho desplazarse de un lugar a otro. Era insólito pensar, eso sí, que un
puñado de conspiradores tuviese el poder suficiente como para impedir el avance
del hombre más importante del mundo. “Aquí hay gato encerrado. Esto es
inaudito”, se comentaba entre los agentes de Inteligencia, incrédulos frente a
lo que tenían ante sí.
En Barrio
Norte, las fuerzas lideradas por Polvorita
avanzaron por Villa Cap, Santa Sabina y luego se tomaron el Cerro Lo Galindo,
punto desde donde tenían control visual de toda la ciudad y el aeropuerto.
Aquella calurosa tarde de primavera, los tres helicópteros de carabineros que
lanzaban gases y disparaban balines de plomo a los manifestantes súbitamente se
dieron por vencidos, y regresaron a su base. “Era peor que una guerra civil, la
gente me hacía señas desde abajo, así es que decidí darles algo de tranquilidad
y volver a casa”, fue la declaración de un piloto, que tiempo después fuera
interrogado por fiscales militares por haber dejado botado su helicóptero en
una multicancha del sector Mediocamino y darse a la fuga.
Mientras
tanto, en el aeropuerto, el Presidente de Estados Unidos continuaba encerrado
en el baño del avión. Según trascendió a la prensa algunas horas más tarde,
habría llamado a su asistente para que le proveyera de un papel higiénico más
suave. Y fue un alto mando de Carabineros quien terminó subiéndose a una moto y
conduciendo a toda velocidad hasta el supermercado más cercano, en su búsqueda.
Largo rato
después, y con casi cuatro horas de retraso, el Presidente salió de baño y pudo
al fin bajar del avión, con todos sus escoltas ya repuestos del desaire
gástrico. En ese mismo instante, un asesor de imagen le hizo saber al
mandatario que su pantalón tenía una salpicadura, recomendándole dirigirse al
baño del aeropuerto o a alguna dependencia especial a cambiarse ropa. Vanidoso
como era, exigió a sus anfitriones ser conducido a un vestidor junto a un par
de sus guardaespaldas. En el preciso instante en que comenzó a desvestirse,
Rita y Manuel se dejaron caer sobre los marines,
que poco o nada pudieron hacer frente al efecto de los poderosos dardos que
fueron lanzados a sus cuellos.
—Así te
queríamos pillar, con los calzoncillos en la mano. ¿Qué se siente ser un pobre
diablo con los pantalones cagados? —dijo Manuel. Inmediatamente, Rita se lo
tradujo al Presidente, quien comenzó a temblar, incapaz de vestirse, paralizado
de miedo.
—I…, I can help you…
I don’t understand, What do you want for me? —respondió débilmente el
Presidente.
—Lo que
escuchaste, infeliz —dijo Rita, dando
instrucciones para que otros dos de su grupo se descolgaran del techo con armas
en la mano —hasta aquí llegaron tus días, y los días de poder de tu Imperio.
Lo que
sobrevino a continuación es confuso. Manuel me aseguró que escucharon disparos
provenientes de la puerta, y que entonces decidieron escapar y abandonar al
Presidente de Estados Unidos semidesnudo, temblando de terror y cagado hasta
las orejas. La sola idea de pensar en secuestrarlo hubiese sido suicida, pero
tampoco ninguno de ellos pudo vencer la lástima que les inspiró ver al otrora
tirano implacable, entonces derrotado y humillado a más no poder. Nadie se
animó a jalar el gatillo y treparon de vuelta al techo, mientras un equipo de
elite entró al vestidor disparando a diestra y siniestra, bombas de
lacrimógenas incluidas.
Según
despachó la prensa regional minutos después, aparentemente habrían despertado
los guardaespaldas del Presidente que
habían sido dormidos con dardos, y al escuchar los disparos, abrieron fuego
contra los que entraban. En medio del fuego cruzado entre marines, policías, carabineros y hasta un empleado de aseo que tomó
parte del tiroteo de puro metido, el Presidente consiguió ponerse calzoncillos
segundos antes de caer fulminado por una bala loca. Sólo entonces, las armas se
callaron y se hizo el silencio.
El
resultado: la ciudad de Concepción vista a los ojos de la ONU, OEA, OTAN y
otras siglas igualmente siniestras, como una urbe peligrosa, nido de criminales
y subversivos. Chile vetado del concierto internacional. Manuel y Rita
fondeados en algún motelucho de Avenida Rodríguez o de cualquier calle, y Polvorita invitado a la inauguración de
una plazoleta con juegos infantiles en su querido Barrio Norte. Por cierto que
el mundo cambió a partir de ese día, y no fueron pocos los que salieron a
celebrarlo.
- FIN -
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