Los diálogos, las miradas, los
fragmentos. La conversación de las aves que planean sobre las
ciudades. El sonido de unos tambores que te inquietan y parecen
provenir de la Laguna Tres Pascualas, justo antes de que la micro
siga su curso hacia un lugar al que no estás seguro de querer
llegar. Los avances, los retrocesos, los repliegues tácticos; las
formas de ver la vida, los horizontes posibles de cada perspectiva.
Y uno. Uno mismo fragmentándose en toda
esa locura, en todas esas visiones que en esta u otra vida pudieron
ser las nuestras, con la misma y arrogante fragilidad que
evidenciamos al contemplar un amanecer u ocaso creyendo que nos
pertenece por el solo hecho de necesitar su imagen.
Porque es el hecho de atisbar lo que se
oculta detrás de cada mirada, aquel breve universo, lo que mucha
veces nos arroja luces sobre nuestras propias sombras. Como las
“tragedias que no nos dejan hacer celebración” (Denuncia,
p.23), y por las que nos tildan de “resentidos”, como si la
fascinación por un mismo vacío no pudiese hermanar en algún punto
nuestras miradas. Como si estuviéramos dispuestos a otorgarle la
razón, a hacer que se salga con la de ellos, esos que devastan la
felicidad ajena para poder edificar la suya; esa felicidad egoísta y
siempre solitaria de los poderosos. A los que, por cierto, se les ve
tan sonrientes por estos días…
Veo en ese puñado de miradas que nos
ofrece Alan un pasaje hacia numerosos y secretos jardines
existenciales, cuyas imágenes en mosaico en mucho se parecen a la
bitácora de un viaje muy querido. “Entonces disfruto de estar
solo, aunque no lo estoy, pues tengo todos los paisajes como mi hogar
y a todos los habitantes del mundo como mis hermanos” (Viaje,
p.50), nos dice Alan, y al menos yo le creo, pues desde hace ya
varios años que también sueño y creo -¡vaya contradicción!-, en
que el arte es una manera de darle sentido y forma al mundo.
“Esa mano invisible que maneja el
sistema capitalista, ¿no seremos quizás todos nosotros?”
(Invisible, p.114) nos pregunta el autor, disparando al
corazón de nuestros sentidos, muchas veces aturdidos por el capital
y sus artimañas. No somos, no seremos, y la negación que pudiese
continuar horriblemente ejerciendo nuestra 'autoridad microfascista',
sobre el pobre borracho que pasó a llevarnos en el bar, sobre el
mendigo víctima del sistema, claro, pero por Dios que huele mal, no
pues, que así cómo te voy a dar una chaucha para tranquilizar mi
conciencia, ¡báñate primero!
Es la mirada del otro, entonces, la que
nos aterriza. Cierto. Igualmente hay miradas que nos hechizan hacen
volar, pero qué bien viene a veces remecernos con el alma desnuda de
algún semejante. Y es que no olvidemos que estamos tratando de
“grandes asuntos”. Una mirada puede poner en juego no solo
nuestro mundo interior, sino también la trayectoria de dos pájaros
en vuelo.
“Cuando pienso en la utopía, siento
miedo a que podamos ser permanentemente felices” (Utopía,
p.119), porque claro, ya sabemos lo mal que terminan algunas. Mucho
peor las que nunca se empiezan. Son esos 'fuegos bajo el agua', como
alguien los llama por ahí, los que conjugan además el territorio y
nuestra memoria. Allá quien se alimente solo de certezas; es la
incertidumbre, las dulces corazonadas, las que nos hacen dar nuestros
mejores pasos.
Los diálogos, las miradas, los
fragmentos. La conversación de las aves que planean sobre las
ciudades. Las miles de vidas presentes en el resplandor de unas
pupilas dilatadas al infinito de la contemplación. Es cierto que
solo unas pocas miradas verdaderamente nos iluminarán a lo largo de
nuestras vidas, y eso ya nos hace afortunados y afortunadas.
No tengo, pues, nada que agregar más que
el deseo que en alguno de estos microcuentos encuentres aunque sea un
resplandor de lo que buscaste al comenzar su lectura; que tus ojos se
posen en las palabras de Alan y que sus miradas al fin se encuentren
y fusionen.
Muchas gracias.
Taller del Libro, Concepción, 21 de
diciembre de 2017.