No fue que llevara tanto tiempo
durmiendo bajo ese sol indolente. Tampoco la voz fantasmal de su esposa que el
vino se encargaba de hacerle rememorar en cada una de sus noches. No. El tema
pasó por el hambre, que súbitamente comenzó a abrirse paso a través de sus tripas
para asomar en forma de ira -sí, de ira- en contra de los transeúntes que a esa
hora de la tarde caminaban por las veredas del Cerro El Golf.
Comenzó
insultando a quien se le cruzare, pero no pasó mucho tiempo antes de irse a las
manos. Su primera víctima fue una anciana que cargaba una bolsa plástica llena
de naranjas para hacer jugo.
- ¡Déjame en paz, borracho infeliz!
–se defendió la mujer propinándole un golpe en la cabeza con la bolsa de aquellas
naranjas maduras, dulces y jugosas.
El
hombre cayó a tierra, y fue principalmente la vergüenza y el miedo a volverse a
caer lo que impidió que se levantara a defender su alicaído honor. En vez de
eso, se dobló entre los matorrales como una cucaracha, apretando los dientes e
intentando cubrirse los ojos de los rayos de sol aún poderosos que iluminaban
ese atardecer. Comenzó a darse vueltas de un lado a otro, hasta perder la
noción del tiempo.
- ¡Míralo, mamá!- escuchó de pronto
la voz de un muchachito- ¡se parece al papá!
- ¡Cállate, cabro tonto!- respondió
rápidamente una voz que parecía corresponder a la de la madre furibunda.
Tuvieron
que pasar algunos minutos antes de que pudiera volver a ponerse de pie. Inició
el ascenso hacia la loma más cercana. En algún minuto, su intención fue
atravesar dicho cerro y utilizar todas tus fuerzas para llegar a mendigar vino
y quizás un huevo duro donde Don Hami,
a un costado de la línea férrea. Sin embargo, se trataba de un camino extremadamente
difícil, con subidas, bajadas y una sed que el calor se encargaba de hacer
insoportable para cualquier organismo en su misma situación.
Para
colmo, a poco de andar volvió a tropezarse, cayendo sobre unos grandes
helechos. Tuvo la mala fortuna de que su cabeza golpeara una roca de colores, y
que en mitad de su aturdimiento su conciencia le devolviera al pasado… Se vio
acompañando a su hija hasta la entrada de algún colegio de Lorenzo Arenas. Ella
se apegaba a su cuerpo y no paraba de contarle chistes mientras caminaba –él
creía- orgullosa al lado de su padre. Luego vino un fundido en negro, un
despertar entre cristales rotos que reflejaban implacablemente los últimos
rayos de sol de esa tarde, algunos de ellos enterrados en las piernas y la
espalda. La pérdida de un zapato lo hizo meditar una vez más acerca del
carácter efímero de las cosas más valiosas. El rostro de su pequeña hija
acompañó cada una de estas profundas reflexiones, mientras se limpiaba con la
manga un rastro de sangre y saliva que quedaba en su barbilla.
La noche no tardó en sorprenderlo andando a tumbos en medio del pastizal, ahogándose nuevamente en sus pesadillas. Feliz arrojaba sobre la mesa unas cuantas bolsitas de merca contenidas en una cartuchera de lentes que disimulaba a la perfección su contenido. Muy animado, caja de vino en mano, procedió a dar cuenta del material en compañía de unos amigotes, a los que no tardaría en responsabilizarlos de lo que estaba por suceder. Entre sueños que más parecían alucinaciones, se recordó poderoso e inquieto, sentado allí bebiendo a grandes sorbos su caja de Santa Helena, sin que nada ni nadie pudiera inmutarlo. En una simple fracción de segundo, no obstante, la vida le recordaría dolorosamente su fragilidad. La silueta de su hija y de su pareja huyendo del ataque cobarde de una de sus amistades ciega de alcohol y mandanga, pareció devolverlo a la realidad.
Despertó
gritando de horror, y para entonces la patrulla ya se había detenido a su lado.
- Buenas noches, parece que no se
puede ni las patas, amigo –le dijo uno de los oficiales.
- Eso a usted que le importa.
Déjeme solo batírmelas con mi olvido. Aquí me siento tranquilo, no le hago daño
a nadie.
- Tranquilo, sí, cómo no. Tus
alaridos demenciales tienen despierto a todo el barrio, infeliz. Vas a tener
que acompañarnos.
El
oficial que parecía más fuerte se aproximó a él con aire amenazante. Su figura
a contraluz ciertamente le confería un carácter monstruoso a los ojos de aquel
hombre. En cuanto lo levantó de las solapas, utilizó un trozo de vidrio para
lanzarle varios cortes a la cara, aunque con escaso éxito.
- ¡Maldito! –gritó el oficial-
¡Ahora vas a ver!
En
una rápida maniobra, ambos policías desenfundaron sus lumas y comenzaron a moler
a palos al beodo. Como pudo, se protegió de sus agresores. Fue retrocediendo,
hasta que un bloque de cemento en mal estado lo hizo desbarrancarse, cayendo
cerro abajo por la ladera repleta de basura, pastizal y roedores. Larga es la
cuesta que conduce hasta el infierno, pensó mientras rodaba. Para su desgracia,
una piedra gigantesca fue lo que detuvo su caída. Se quedó tendido allí,
prácticamente inalcanzable para los oficiales, que inútilmente intentaban
ubicarlo en medio de la nada con sus linternas. Pasó algunos minutos tratando
de controlar las ganas de vomitar. Estaba de espaldas y con pocas posibilidades
de convencer a su cuerpo de darse la vuelta. Un vómito en esas condiciones
podría resultarle fatal. Luces de todos los colores imaginables centelleaban a
su alrededor. Los ruidos que llegaban a sus oídos se mezclaron de forma
perfecta hasta conformar un solo y monótono estertor. “Sinfonía de la muerte”,
pensó, y echó a reír dolorosamente. “Aquí, en medio de estas plantas nobles y antropofágicas
hallará mi cuerpo la lápida más honrosa que puedo darle”.
Volvió a dejarse conducir por sus sueños, pero ni siquiera en tales circunstancias se ofrecieron estos más bondadosos ni gratificantes. El rostro de su hija amoratado tras una aparente golpiza, le puso sus pelos de punta. Mirándolo desafiante a los ojos, ella se le acercó con su pijama de siempre, con unas ojeras inaceptables para una niña de nueve años, y lo escupió en la cara. Ciego de ira, y creyéndola un demonio, trataba de apartar de sí su imagen terrorífica. Entonces ella tomó sus manos y le enterró sus uñas, produciéndole un dolor insoportable. Acto seguido, abrió una boca inmensa, inmensa como la noche entera que aguardaba por él, y se lanzó a por su cabeza. Sus sueños parricidas normalmente terminaban así, con él, padre, asesinado por el fantasma de una chiquilla dotada de una fortaleza solo concebible en sueños.
Nuevamente
fueron sus alaridos los que alertaron a los vecinos. A esa altura, la patrulla
había reanudado su ronda por el barrio, dándolo por fugitivo o por muerto. Esta
vez, sin embargo, no estuvo dispuesto a esperar a que volvieran por él. Como
pudo, se puso de pie y reanudó su peregrinar cerro arriba, con la esperanza de
poder cruzar la loma y bajar en dirección al centro de la ciudad. ¿Concebía
acaso alguna recompensa allí? De ninguna manera, pero dentro de la poca lógica
que acompañaba su andar, le parecía no solo interesante, sino también necesaria
la búsqueda de otros espacios, de otras calles, de otros infiernos posibles.
Avanzó
dando tumbos hasta lo alto de la loma, pero entonces lo sacudieron los
temblores. La visión de una caja de vino vacía arrojada por algún otro borracho
sobre un baldío le pareció una broma diabólica. Se acercó a ella, y con aire
despectivo, orgulloso, la pateó hacia el infinito. Pensó en que se sentía un
poco más viejo, un poco más vil y un poco más enfermo que otras veces. “Este
asunto irá avanzando con el tiempo. Llegará un día en que ni siquiera podré
mantenerme en pie. ¡Qué va! Para eso están los gusanos, ellos sabrán qué hacer
con este desecho humano”. Los temblores comenzaron a hacerse más notorios y
desagradables.
Desembocó en una suerte
de plazoleta. La visión de los bancos de madera y los árboles frondosos le
produjo una fugaz sensación de calma. Quizás pudiera encontrar en aquel lugar
un descanso. Eso sí, primero debía resolver lo de sus temblores. Necesitaba
alcohol con urgencia. Le pareció distinguir el sonido de una conversación de
cantina, en las cercanías. Caminó algo confundido de un lado a otro. Incluso,
dio vuelta a la manzana un par de veces antes de dar con un portón del que
provenían sonidos de algarabía y vasos chocando unos con otros. Al parecer, se
trataba del lugar correcto. Golpeó con los nudillos y solo obtuvo por respuesta
una voz ronca diciéndole:
- ¡Aquí no aceptamos vagabundos,
largo!
Tras alguna insistencia, extrajo sus últimas monedas y volviera a golpear con ellas el portón, se abrió una pequeña compuerta ubicada a un costado, de donde salió un vaso plástico de color café lleno de vino. Su desesperación no le permitió atender a que había pagado casi el triple del precio habitual. Con desesperación, bebió aquel vaso de un solo trago, y consiguió avanzar un par de cuadras en dirección a la plazoleta, antes de desplomarse, al lado de una acequia.
La mañana siguiente lo sorprendió con una de sus habituales pesadillas, a lo que se sumó la infame pérdida del zapato que le quedaba. Cerró nuevamente los ojos, quemados por el sol, e intentó una y otra vez volver a dormirse. “En el mejor de los casos, esta vez será para siempre”, se repetía como dándose ánimo. Finalmente, lo consiguió.