Llego hasta la cantina de calle
Prieto a la hora indicada. Allí lo encuentro, sentado en una mesa del fondo con
una pituca a medio servir. Al verme se levanta, me saluda, se disculpa por
haberse demorado en aceptar la junta. Lo que tiene que hacer uno por plata,
llevo varios días durmiendo apenas un par de horas, me cuenta. Pero es durante
la noche cuando uno pasa piola para colgar a la gente a la tele por cable. Y en
el día soy como un buscador de oro. Me las doy de jardinero o maestro
chasquilla, y ofrezco mis servicios en las casas donde yo sé que encontraré
tesoros. Ande, mire, tómese una pituca conmigo, joven. Que esto lo he aprendido
con los años: no hay nada como una caña de tinto para sentirse mejor.
Me aclara que pese a que la pega anda
más o menos, olvidó su billetera. Le hace un gesto al dueño y cuando me trae la
cuenta casi me voy de espaldas. Es como si llevara varios días aquí dentro
moliéndose el hígado a punta de este vino de mierda. A duras penas pago lo
consumido y ordeno una cerveza. Demetrio, más conocido como “Dimitri”, volvió
hace poco a Concepción. Tras cruzar algunas palabras con él, confirmo mis
sospechas. Aún no tiene arregladas todas sus cuentas con la justicia. Al
parecer, estoy frente a un fugitivo. Se lo digo, y por toda respuesta se limita
a levantar su copa. Solo al volver del baño comienza a relatarme su historia, o
mejor dicho, la historia de la habitación 1017.
“Es que eres un pendejo. Por esos
años ni siquiera aprendías a limpiarte los mocos. A ver, cómo te lo explico,
chico. En aquel entonces eran sus bombazos contra los nuestros. Y que te quede
clara una cosa. Nosotros siempre tuvimos todas las de perder contra esos
bastardos. Porque éramos novatos en las armas y ellos estaban preparados para
matar. A nosotros nadie nos pagaba por agarrarnos a combos con ellos, en cambio
los giles recibían su chequecito a fin de mes, y si les iba bien, hasta su bono
se ganaban para ir a gastárselo en trago y en putas. Ellos llegaban a casa y
jugaban con sus hijos, nosotros pasábamos meses lejos de nuestras compañeras y
nuestros niños. Era un asunto de convicción, de ideales. No sé si hoy en día
alguno de tu generación podría volver a hacer lo mismo.
Vamos al grano, Dimitri, le digo.
Él me responde haciéndole otra seña al dueño del bar para que rellene su copa: afírmate
cabrito, que la historia es larga. Se lanza.
“Ya, ya, ya. Fue en 1985. A
comienzos de año la CNI agarró a varios compitas. A Conce llegó una nueva
camada de chanchos y tenían que empezar demostrando lo aprendido en los cursos
de contrainsurgencia a sus superiores. Así es que en un par de semanas nos
golpearon a todos: miros, anarcos, manolos… todos recibimos. Incluso, a más de
algún pajarito sin pito que tocar lo agarraron por ahí, y lo desaparecieron.
Entonces se desató una verdadera procesión de viudas, madres, padres, hermanas, hermanos
y amistades varias pidiendo información de sus seres queridos. Al no figurar en
ninguna lista de los centros de detención, la cosa para cualquiera se ponía
fea. La gente lloraba desconsolada. Nadie quería dar por muerto a nadie, claro,
pero uno que estaba metido hasta el cogote en la mierda, sabía bien lo que
realmente había ocurrido con ellos, con los desaparecidos.
“Y usted sabe lo que dicen de la
picardía del chileno, del carerajismo. No pasó mucho tiempo antes de que
algunos pasados de listos intentaran sacar algún provecho del dolor ajeno. Como
era tanta la gente que necesitaba saber del paradero de sus familiares y
amigos, y casi nadie se atrevía a hablar
públicamente del asunto, a unos cuantos se les ocurrió dárselas de adivinos, de
brujos o clarividentes, e inventar que tenían unos poderes sobrenaturales que
ni la mismísima CNI podía detenerlos. No le miento, amigo mío, si le digo que todo
eso fue grito y plata.
“Empezaron a llegar a Concepción
una serie de adivinos y madames provenientes de Santiago. Normalmente atendían
en la habitación 1017 del Hotel Araucano. La consulta se llenaba. Se corrió el
rumor de que hubo quienes al poco tiempo de visitarlos volvieron a tomar
contacto con sus familiares desaparecidos. A una vecina mía, sin ir más lejos,
una adivina le aseguró que su hijo regresaría a su casa para la navidad. Ella
se emperifolló entera esa nochebuena, gastó los pocos pesos que le quedaban en
un pavo, para esperar a su cabro con una cena estupenda. Lógicamente, el
muchacho no apareció nunca más, y su testimonio llegó a figurar en el Informe
Rettig.
“Nos aburrimos de tanta burla, y
en una de tantas reuniones decidimos responderle a los chanchos. Como le dije denante, eran sus bombazos contra
los nuestros, sus tunazos contra los nuestros, sus muertos contra los nuestros.
Así con lo desigual que era, y todo. Callados no nos quedamos nunca, ¡ni menos
pasivos!
“Así llegamos a esa noche del 25
de marzo de 1985. Ocupamos nosotros la habitación 1017. Les metimos a uno de
los nuestros que era un genio en telecomunicaciones. Al poco rato, como a eso de las nueve y media de la noche, en el centro
de Concepción el noticiario del canal 4 se interrumpió con la voz de una
compañera. No recuerdo muy bien qué decía, pero eran proclamas que llamaban a
sumarse al Paro Nacional que se venía dentro de unos días. En menos de media
hora el hotel estaba lleno de CNI. Metralleta en mano, avanzaron por los
pasillos buscando al responsable de intervenir la transmisión del Canal
Nacional. Que nos detectaran rapidito era parte del plan. Nuestro hombre a esas
alturas estaba tomándose un café tranquilamente en su casa. Y preparándose para
lo que se venía.
“Cuando un comando de
suboficiales entró a la 1017, lo único que se encontró fue un aparatito
ridículo conectado a una pequeña antena instalada en la ventana, por fuera.
Pero en cuanto pusieron sus manos asesinas en el aparato, se activó la bomba de
amongelatina al que estaba conectado, y en todo Conce se escuchó la explosión.
Los ventanales de los tres últimos pisos del Hotel Araucano estallaron con la
onda expansiva. Un CNI murió altiro, desintegrado. Otro falleció en el
hospital, y tres de ellos quedaron inhabilitados para seguir haciendo de las
suyas.
“Como le digo, joven, esos
tiempos fueron duros. Por supuesto, después del bombazo caza-bobos, el primero
ocurrido en un hotel en todo Chile, la represión siguió igual de salvaje. Al poco
tiempo, los adivinos volvieron a ganar plata a costillas del sufrimiento ajeno,
aunque en otro hotel. Pero si accedí a hablarle de esto, fue para que
demostrarle que hubo gente que no se limitó a pensar que la cosa andaba mal.
Hubo gente que se jugó la vida para responderle de frente a esos canallas. Esa
es una parte de la historia, joven, que no puede quedar en el olvido. Alguna
justicia se hizo, ya ve”.
Echo un vistazo a mi alrededor y
constato que hemos quedado solos en la cantina. El cantinero observa un
programa en la tele, completamente ajeno a nuestra conversación. Me despido de
Dimitri. Antes de estrecharme la mano me pregunta si acaso estoy interesado en
colgarme al cable. Le digo que no por el momento, y entonces saca de su bolso
un libro añoso, que imagino haber estado enterrado varios años bajo la tierra.
Me lo regala. Lo quedo mirando y solo se me ocurre decirle: gracias por el
libro, y por todo lo demás.
Septiembre de 2013.
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