Pongo algo de música en mis oídos y por momentos me
da la impresión de estar frente a un videoclip grabado en esta ciudad,
cuyos fragmentos tejen una historia de difícil interpretación dentro de
mi cabeza. Una esquina, un gesto, un perro, un grafiti, un neón. La
ciudad me comunica y yo me comunico con este monstruo del cual
posiblemente solo seamos sus vísceras, o bien su sangre envenenada. El
rostro dibujado en el aire por un nudo de cables sobre calle Maipú
consigue sacarme de estas cavilaciones, impulsándome a mantenerme en
circulación, aunque desconociendo el destino último que tendrá este
recorrido.
Me bajo en un paradero cercano a la Universidad del
Bío Bío, cruzo la calle e inmediatamente me subo a otra micro. Intuyo
las arterias que recorreré, y me genera cierto placer pensar en que
seguiré alimentando mi mirada con las sugerentes visiones de aceras y
galerías. A esa altura, ciertamente, estoy decidido a dejarme llevar por
mi extravío. Paso frente a la Plaza Acevedo, donde un grupo de niños
juega en medio de los dinosaurios a escala real. Algunos de los que
parecen ser sus padres, por su parte, se toman fotos poniendo la cabeza
en sus fauces.
Algo sucede al llegar al paradero de micros de calle
Tucapel y Avenida Los Carrera. De allí arrancan los buses que van hacia
las comunas de Coronel, Lota y Arauco. Un par choferes se trenzan a
golpes ante la mirada de transeúntes y colegas. De cada diez manotazos,
con suerte conectan uno. Nadie se acerca para intentar separarlos. Es
probable que a nadie le importe demasiado que se lastimen entre ellos.
Creo comprobarlo al ver a dos estudiantes contemplando la grotesca
escena y riendo a carcajadas.
Tomo otra micro y entonces, en el camino comienza a
oscurecer y a medida que me acerco a Concepción experimento unas ganas
descabelladas de bajarme, de terminar a pie el recorrido que me devuelva
a casa. Sin embargo, y como dicen algunos, la noche no asegura ningún
retorno. Al pasar por la rotonda Paicaví constato lo evidente. La ciudad se ha vuelto líquida.
Por su acuosidad navegan erráticamente algunos individuos que parecen
querer desaparecer de la escena que contemplo, volver a casa, asistir a
alguna cita, llegar hasta su lugar de trabajo, o simplemente echarse a
andar a merced de las corrientes.
Encontrándome a escasas dos cuadras del paradero de
Avenida 21 de Mayo que marca el fin de mi viaje, ocurre algo. Otra
micro, con la cual el conductor se ha enfrascado en una frenética
carrera a lo largo del viaje, se detiene al lado de la máquina que me
transporta, y al coincidir ambas en la luz roja del semáforo, la
cercanía de esa otra micro me permite examinar detenidamente a sus
pasajeros. Me parece, por un instante, estar frente a un espejo con
algún grado de distorsión. Nuestras miradas se entrecruzan y funden como
las de peces examinándose desde detrás de las paredes de sus
respectivos acuarios. No somos prisioneros entonces. Pero tampoco libres
del todo. Solo cuerpos anónimos que alimentan el flujo de esta bestia
que nos acoge, acerca y separa, con una frialdad tan ominosa que
cualquiera de nosotros, pasajeros todos, estoy seguro daría cualquier
cosa por adelantar la incómoda escena, y que la micro continúe su andar,
para bajarnos pronto y volvernos a sentir únicos, dueños orgullosos de
nuestras soledades, al fin peatones caminando sobre la acera firme y no
navegantes de una ciudad que desde detrás de los cristales no es más que
un paisaje ruidoso.
(Fotografía de Michelle Foulon)
Columna aparecida en el Periódico Resumen, edición de septiembre de 2014.
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