Y la muerte era la noche, la gente de esa
época lo sabía, y el humo de los incendios forestales se colaba por esa ventana
de la Remo Paicaví. Había un grupo compartiendo al interior de aquel
departamento. Ellos fumaban, reían, hablaban y bebían. Pero la innombrable tomó
la forma de un antiguo rencor. Años atrás, los cuatro amigos sentados a la mesa
–como en esa oportunidad– jugaban amistosamente a las cartas. Entonces, uno de
ellos quiso quedarse con todo el dinero de la apuesta. Empleó la traición, sí.
Pero eso no fue lo peor, sino la presencia de la chica de uno de los
traicionados en la cama del vivaracho.
Y la muerte era sabia, y sirviéndose del
despecho acumulado, eligió a uno de esos cuatro amigos sentados a la mesa, como
antes lo había hecho con otra media docena de sujetos durante esa tarde. Se
coló por esa ventana siempre abierta a la noche, y dio vueltas hasta penetrar
en el corazón de la casa encantada. Los humos, las risas, el blablá, la bebida,
los gritos y de pronto un mortal silencio. La aparición de un cuchillo que poco
antes de concretar su ejecución –clavándose con saña en el pulmón de un
desdichado–, insistió en leer su declaración por boca del victimario, como si
se tratara de un verdugo del Estado Islámico.
Y la muerte era todopoderosa y no hubo
quién pudiera impedir que tomara al apuñalado de la solapa, para llevárselo en
andas. Después de la ira, la angustia, el arrepentimiento. Y una carcajada que
los tres sobrevivientes oyeron desde la calle, mientras el humo de los
incendios forestales seguía conectándolos con el infierno. La gente de entonces
lo sabía: la noche era la muerte, y viceversa.
(Experimento fallido, 2015)
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