Bueno,
obligado a comenzar este nuevo Alarido pidiendo las disculpas correspondientes
por andar tan flojo con la actualización del blog. Verdaderamente, necesitaba
algún par de semanas de relajo y esparcimiento antes de volver. Vamos a lo
nuestro.
Es
posible que todos hayamos tenido alguna historia relacionada con un libro, ya
sea porque por particularidades de la vida se nos ha aparecido en un momento
especial, o hayamos dado tardíamente con él y pensemos con desazón que si nos
hubiésemos topado con ese libro algunos años antes, seríamos personas distintas. En
fin, que prefiero ser optimista, y pensar positivamente en las causalidades:
todo ocurre por algo y a su debido tiempo. Mejor así. Y con los libros es
exactamente lo mismo: llegan a nuestras vidas cuando tienen que llegar. ¿Para
qué darle más vueltas al asunto?
Fuegos
a la vista
Hace
más de diez años fue la primera vez qué me topé con la novela Los incendios (2005), de Alfonso Mallo, y
he de confesar que me invadió una especie de disgusto. Desde que era pequeño
había soñado con escribir un libro que se llamase de la misma manera. No existe
en esto casualidad alguna: he vivido casi toda mi vida en una región que se
caracteriza por tener una alta tasa de incendios; forestales y de los otros.
Diversas vivencias se relacionan de alguna forma con la ocurrencia de algún
siniestro. Desde luego, no viene al caso entrar en detalles, pero cuando me
topé con que ya existía una obra llamada así, simplemente, Los incendios, lo encontré un duro revés del destino para mi
entonces imaginaria carrera literaria.
Por razones que ahora solo me cabe catalogar como inexplicables, resulta que
nunca hice verdaderos intentos por adquirir dicha novela –que por cierto, posee
una historia inquietante-, y no fue sino hasta hace algún par de semanas,
cuando todavía sobrevolaban los aviones “Supertanker” y “Luchín” por los cielos
de Concepción y sus alrededores; cuando veía con mis propios ojos cómo las
llamas se acercaban a la ciudad, sitiándola (algunas imágenes terribles de lo
que fue pueden encontrarlas en este mismo blog), recordé la existencia de esta
novela. ¡Vaya coincidencia! La obra trata precisamente de un pueblo rodeado de
incendios inextinguibles, donde sus habitantes, condenados, esperan con una resignación
inusitada la irremediable llegada de las llamas.
Lo
tomé como una señal, e intenté ¡ahora sí! hacerme del libro. Como era de esperarse,
había desaparecido de catálogos y reseñas, y no tuve más remedio que contactar
directamente a su autor, quien gentilmente me envió un ejemplar a mi domicilio.
Si ya leer un libro titulado Los
incendios mientras sobrevuelan aviones cisternas y se levantan columnas de
humo a la distancia resulta ciertamente extraño, el que se trate de una obra
tremendamente interesante, cuya lectura atrapa de comienzo a fin, es todo un
mérito. Espero publicar próximamente un breve artículo en relación a esta
novela, que me aventuro a decir, pasó demasiado piola en su momento para tener
tal nivel de atingencia con lo que ocurre en nuestros días.
Delirios
en el Día de los Muertos
Cinco
años me demoré en encontrar en una feria de libros usados Bajo el volcán (1947), la monumental obra de Malcolm Lowry. Como ya
les expliqué más arriba, con eso de no creer en las casualidades, muchas veces
espero que los libros que deseo lleguen a mí y resisto la tentación de un frío encargo
vía catálogo. Y la verdad es que me moría de ganas de hincarle el diente a esta
obra-maestra-confesión-testamento de un escritor que vivió intensamente la
vida, con la bebida teniéndolo agarrado por la garganta; que fuera expulsado de
México por su escandalosa adicción al mezcal, y que justificara con creces
utilizar cerca de 500 páginas para narrarnos lo ocurrido con un cónsul venido a
menos la noche de la víspera del Día de los Muertos de 1938, en un pueblito cercano
a Cuernavaca, México.
Intentando
no ser menos, procuré acompañar la lectura de esta novela acompañándome de
alguno que otro vaso de ron –utilizar tequila o mezcal habría sido suicida-, y
preferentemente de noche. Más de alguna vez, matando el tiempo en alguna
cantina de suburbio, me parecía estar al interior de “El Farolito”, antro de
perdición en el que sucumbe el protagonista de la novela.
Todavía
puedo recordar la alegría que experimenté al encontrarme este fantástico libro
en medio de uno de los puestos más sencillos de la feria. Al fin, la espera
había acabado. Tendría que pasar algún otro par de años para que diera con la
extraña continuación (o explicación, mejor dicho) de esta novela: Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo,
en una librería del centro de Madrid. Les dejo una de mis citas favoritas de Lowry,
y muy representativa de lo que le ocurre a un par de buenos amigos míos: “La
agonía del ebrio encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del
místico que ha abusado de sus poderes”.
Los
túneles brumosos de Concepción
Para
cerrar esta pequeña recopilación de libros, lo haré con uno de mis favoritos,
la novela Los túneles morados (1961),
de Daniel Belmar. Encontrar una edición Zig-Zag toda destartalada en el “Almacén
de Antigüedades”, en calle Maipú a la altura de Tucapel, en Concepción centro,
ha sido uno de mis más grandes aciertos como lector. Hizo que valiera la pena
la hora y media que me pasé buceando entre libros añosos, así como el
aburrimiento de mi acompañante ante mi tardanza.
Por
supuesto, se trataba de una obra imprescindible para un lector de Concepción,
la historia de aquel grupo de muchachos que vaga de una cantina a otra, carreteando
bajo la noche lluviosa penquista. En los meses –años, me atrevería a decir-, siguientes
a su lectura, intenté emular el recorrido por esas calles húmedas y delirantes
de las altas horas. Por supuesto, la ciudad no es la misma, pero tengo la
convicción de que gran parte de aquella atmósfera belmariana sobrevive en el Concepción
nocturno actual.
En
síntesis, solo puedo indicar que muchos libros nos marcan –además de por la
forma en que están escritos-, por la manera en que llegan a nuestras vidas. Es
en esa pequeña circunstancia donde realidad y ficción se fusionan, y aprender a
valorarla recae únicamente en que estemos dispuestos a ser lectores y, de
alguna manera, también personajes.