(…) el otoño y el invierno eran duros, hostiles. Salían del océano, del río, de las altas copas de los pinos, y envolvían la ciudad en un manto de bruma, en un opalescente sudario de niebla, que, durante el día, mojaba el pavimento y los muros, goteaba desde las ramas de los árboles. Y en la noche, esfumaba el contorno de las cosas en un paisaje submarino y turbio, quieto, siniestro, por donde discurrían silenciosos y pálidos fantasmas apenas vislumbrados un instante bajo la luz borrosa de los focos.
Sí. Era una ciudad. Una ciudad brumosa.1
Tal vez uno de los mejores espacios para comprender la capacidad que tiene la bruma para definir la ciudad, sea el mirador en ruinas del Cerro Chepe. El siguiente es el relato de una excursión realizada en las primeras horas de la mañana, en condiciones de neblina intensa.
Aproximarse a este cerro es allegarse al que parece ser un pasaje secreto, un lugar mágico, al que uno se interna (o al que, mejor dicho, se es conducido) en medio de una intensa búsqueda. La irrealidad que la densa capa de niebla otorga a este mirador lo reviste al mismo tiempo de un particular encanto: la sensación de no estar en ningún lugar. Se está sobre una ciudad que verdaderamente resulta invisible. Y no solo la ciudad de los vivos. Numerosos senderos que se pierden a la distancia, conducen a la polis de los muertos, a la necrópolis, enclavada a los pies del Cerro Chepe: el Cementerio General de Concepción.
Se necesita ascender por un sendero que a ratos se vuelve un tanto difuso, sortear a los agresivos perros guardianes de las casas vecinas y, por supuesto, de estas ruinas. La bruma, otra vez la bruma, abre el paso a una primera revelación: la inmensa cruz que el entonces administrador del cementerio, Guillermo Otto, ordenó construir en 1933. La estructura posee una altura de 20 metros, y se encuentra instalada sobre una base de dos metros cuadrados. En dicha base existe una placa con el siguiente mensaje:
“IN MEMORIAM XIX CENTENAR RENEPTIONIS XXXIX MCMXXXIII”
Situada allí desde hace muchos años, con el objetivo de recibir a quienes regresan de su peregrinar a poblar la necrópolis, esta Cruz pareciera abrigar el eco de una compasión que en el resto de la urbe parece ausente.
Es necesario continuar el ascenso, dejarse conducir a tientas por aquel sendero que continúa hacia lo incierto. La visión del antiguo mirador sugiere al caminante que desde sus ruinosas alturas bien podría contemplarse tanto el cielo como el infierno. Al igual que la Cruz, esta estructura de hormigón fue edificada por instrucciones de Guillermo Otto, en 1933. Posee una altura de cuatro metros, con siete metros cuadrados de base
El mirador está emplazado en una pequeña cima. Se sabe, pero además se intuye y se siente. Allá abajo existe una ciudad, una ciudad que la bruma se encarga de volver invisible. Y existe de igual modo el silencio, que se acerca y por un instante lo posee todo. Incluso al caminante. El espacio en su conjunto resulta absolutamente superado por su historia. Todavía sobreviven acá las voces de los muertos, y a ratos se escuchan con mayor claridad que las de los vivos. Nos hablan desde las faldas del Chepe, subiendo a través de sus senderos como lo haría cualquiera de sus visitantes. Y es que este cerro se encuentra en un lugar limítrofe, en una evidente zona de peligro. Su falda es la que separa las dos ciudades. La urbe de los vivos, la polis de los muertos. La cima, por tanto, pertenece a ambos reinos.
Algunos rayos de sol consiguen romper la densa capa de niebla. El avance entre el pastizal de gran altura, tan característico de los baldíos, se asemeja ahora a un extraño peregrinar entre las llamas de un pequeño infierno.
El último terremoto destruyó la escalera de hormigón que posibilitaba el ascenso al mirador. La necesidad de subir hasta lo alto de esta estructura, salvaguardando la utilidad del mirador, motivó a algún visitante a confeccionar una improvisada escalera de madera. Después de todo, el Cerro Chepe nunca ha dejado de recibir visitas. Así lo atestiguan algunas botellas de licor dispersadas a la redonda, cuya soledad resulta a ratos desgarradora. La parte alta del mirador, curiosamente, se encuentra libre de desperdicios. Resulta difícil imaginar a algún borracho deambular entre estas soledades, en medio de este silencio, sin el riesgo de que la intoxicación culmine en un peligroso extravío. O en la muerte. Una caída, un atraco, una desaparición.
La escalera de palos parece a punto de derrumbarse. Quien decide subir por ella requiere por sobre todo audacia, determinación y deseos desbordantes de trepar a ese mirador en ruinas. Acaso para encontrarse a sí mismo contemplando una ciudad ausente, pues a esa hora de la mañana no se vislumbra ningún otro sentido. Entonces, nuevamente el espacio es el que desplaza al visitante. No se trata de ningún espejismo, sino más bien de un espejo. La interrogación es a uno mismo; el juego a encontrarse en las calles de una ciudad que emerge por momentos, para luego regresar a su brumoso anonimato. Es imposible que una sencilla cámara fotográfica pueda captar lo que significa el paso de las nubes sobre las ruinas, al mismo nivel del observador. No se ha inventado todavía el aparato que permita capturar con toda intensidad al silencio y su misteriosa estridencia.
Una vez arriba, pudiera ser que la escalera de palos termine por ceder, o simplemente desaparezca sin más (lo que, por cierto, reforzaría más aun la mágica percepción del entorno). El visitante poco ágil, física, mental o espiritualmente, podría quedarse para siempre allá arriba, como dentro de una pesadilla, con una neblina dispuesta a devolverle cualquier interrogante hacia sí mismo. ¡He aquí lo más intenso! Bajar esa frágil escalera con la posibilidad de una caída que podría resultar aun fatal; devolverse a la irrealidad de aquel cerro y a la certeza de que no importa la dirección en que se inicie el descenso, pues algo indica que de cualquier forma todos sus senderos terminan en alguna ciudad de muertos vivientes.
Regresando desde el Mirador hacia la Cruz, y luego desde la Cruz al Mirador, pareciera que en aquel tránsito algo se desintegra. El sentido de la orientación, la brújula interior, se va al carajo como si fuera una especie de Triángulo de las Bermudas, recordándole una y otra vez al caminante que se encuentra en una zona limítrofe. Así también lo atestiguan y resumen las palabras del poeta Jaime Giordano, cuando en 1965 describió de esta forma la vista de la ciudad desde el Cerro Chepe:
(…) parece una inmensa fosa común donde los muertos yacen enterrados por el cemento y el barro… Lo más hermoso, plácido, espiritual e inquietante entre lo creado por el hombre en Concepción es su Cementerio. 2
Texto y fotografías por Oscar Sanzana Silva
(1) Belmar, Daniel. 1952. Ciudad Brumosa. Santiago: Zig-Zag.
(2) Jaime Giordano. 1965. Treinta años de poesía en Concepción. Concepción: Revista Atenea.
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