Acepté juntarme con ella después de todos esos meses que había pasado lejos de su lado. Cierto es que los asuntos de mi terapia marchaban bien. Ya no temía despertar por las noches para transformarme en un ser insomne que vagara por mi casa con la triste soledad de un espectro. Las pastillas hacían lo suyo y, aunque en mi condición de medicado la felicidad es algo que se mira con resignación y no poca desconfianza, los días traían consigo cierto sosiego que por largo tiempo me fuera esquivo. De allí a que cuando encontrara su mensaje de voz en mi teléfono, decidiera aceptar su invitación.
A la Pancha
la conocía desde harán unos cinco años. Los primeros dos fueron los mejores quizás,
cuando nos enamoramos locamente y hasta decidimos vivir juntos un tiempo. Una
decisión que me costaría caro, pues en poco más de seis meses meses perdí mi
empleo y comencé a experimentar lentamente el abandono de mis amigos. Y no es
que la Pancha fuera en realidad, cómo se dice, absorbente. Por el contrario, me
empujaba a reunirme con mis amistades, a salir a los bares y a continuar con mi
vida social.
De hecho, tenía
todo lo que yo esperaba de una compañera. Podía contarle cualquier idea loca
que se me viniera a la mente y a lo sumo se reiría a carcajadas, pero sin jamás
juzgarme. Es fácil encontrar dulce una vida así: salir de mi empleo en esa
tediosa oficina y saber que la Pancha me esperaría en la Perú, o debajo de los
Tribunales, y que pasearíamos sin más horizonte que el de dos almas algo
descompuestas y solitarias que se hacen compañía.
Las noches
más delirantes tenían lugar cuando aceptaba fumar algo de marihuana con ella.
Si hasta creo que me enamoré con solo mirarla enrolando pitos. Paciencia,
serenidad, arte, deseo. Grupos de nubes, cúmulos colosales galopando en mi
conciencia a la espera de que aquel ser de luz terminara su tarea y me llevara
a ese otro mundo. Puedes juzgar a una persona por cómo enrola sus pitos. Por
supuesto que sí.
-Ya está
listo, dale tú primero, enciéndelo. ¡Besa La Cabra! –me decía mirándome
profundamente a los ojos, aludiendo al título de una canción de rock algo
satánica que hablaba de ceder a los placeres.
-Vale.
Y entonces
venía el caminar por el Parque Manuel Rodríguez examinando atentamente los
matices de cada color otoñal, deleitarnos con el cielo y con la acuarela
crepuscular. Abrir nuestras mentes y corazones a la rareza. Luego comer algo, llegar a la casa a ver una película o, en
el mejor de los casos, a hacer el amor. Tal vez no se trate precisamente de una
vida gloriosa ni altruista, pero por aquel entonces me parecía suficiente para
continuar viviendo con algo de salud mental. Debo admitir que a menudo olvidaba
mis pastillas y, con el correr de los días, aquello que antes me mortificaba, simplemente
dejó de importarme.
Una noche
de sábado, tras haberme pasado todo el día en la cama junto a la Pancha, me
sorprendí arrojando por el wáter las últimas pastillas que me quedaban. Una extraña
sensación de libertad, ansiedad y miedo se apoderó de mí por algunos segundos.
Luego llegó la Pancha toda arreglada a decirme que íbamos a salir a bailar:
-¿De qué
hablas? Si estamos en cuarentena…
-Iremos a
bailar de todas maneras esta noche, aunque solo seamos los tres junto a la
luna. ¿O crees que me emperifollé por las puras?
Y ahí iba
yo junto ella camino a alguna plazoleta o jardín donde pudiéramos sortear a los
pacos y sentirnos más libres. Y, por cierto, el asunto siempre terminaba en
baile junto al par de perros callejeros que aceptaban acompañarnos.
Fue una
tarde gris cuando ella me habló de ese curso que debía hacer fuera de
Concepción y que mejor termináramos en buena porque no confiaba en las
relaciones a distancia. Le dije que no fuera lesa, que la esperaría lo que
necesitara, pero no hubo caso. Recuerdo que estábamos sentados en una banca de
la Avenida Los Carrera, y el ruido de los autos me resultaba particularmente
molesto. Una ola de súbita tristeza se apoderó de mí y llegó en la forma de mis
demonios habituales: “weón, te vas a morir sin haber hecho ni una weá
importante en tu vida”. Y pensaba en esa antigua vida mía que me esperaba, la
del insomnio y del grácil consuelo de las pastillas.
-Escucha,
no seas tonto, vas a estar bien sin mí. Ya no tendrás que aguantarme. Además,
quién sabe si el tiempo vuelva a reunirnos…
La miré de una forma que ella percibió extraña, como si quisiera atesorar ese rostro tan querido por toda la vida. Entonces desvió su mirada hacia el rayado que había en una pared, que decía: “ACAB en mi corazón… Piñera no existe”. Luego me miró y me repitió con dulzura:
-ACAB en mi
corazón…
Y no volví
a saber de ella hasta el audio de esta mañana. Que me había extrañado mucho en
este tiempo, pero que había aprendido varias lecciones de vida y que estaba
lista para regresar a Conce. Que me esperaría en la Perú, cerca de la pileta,
como en los viejos tiempos. Y ahí estuve yo, como esperando este momento toda
la vida, echando por el wáter todas mis pastillas nuevamente, dispuesto a
arriesgar lo poco que me quedó de alma cuando ella se marchó; dispuesto tal vez
a perdonarle estos meses de soledad y nostalgia.
A medida
que me acercaba a la Perú mi corazón latía más de prisa, como el zorro
domesticado del Principito. Yo había sido domesticado por la Pancha, qué duda
cabía. Entonces el sonido de los tambores, la algarabía, los grupos de bailarines
y la diversidad noctámbula. La Pancha apareciendo entre los fuegos de una
malabarista, su abrazo que me devolviera a esa forma de vida extraña que
teníamos los dos, el beso de aquella boca pequeña con la que había soñado
largos meses. Ella que saca uno bueno y me dice:
-Ven,
tenemos mucho que conversar, pero antes, ya sabes, besa La Cabra.
Eso hice.
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