Dejarse llevar es como saber que la
fumada te mandará a la luna, pero decides hacerlo igual porque de
cualquier forma tienes claro que la panorámica de tu vida será
mejor desde esa altura. Se crece un poco más, es la promesa, y
aunque suele haber desastres a la vuelta de la esquina, dejarse
llevar, entregarse a la vida, fluir, es una de las sensaciones
más deliciosas a las que uno puede abandonarse.
Seguro habrás oído la historia de
aquel chico o chica que por dejarse llevar se compró el cuento
equivocado, y es que claro, los malos viajes son parte de una dura
realidad con la que debemos lidiar a lo largo de toda nuestra
existencia. Pero está también el reverso bondadoso de la moneda. El
mismo que nos dice que el tiempo es ahora, que pasado y presente son
parte de una ilusión de la cual necesitamos desprendernos para
continuar nuestro camino.
Y aquí viene el otro asunto: dejarse
llevar parece ser cosa de estar dispuesto a aprender. Aceptar nuestro
papel, reconocernos como simples aprendices en este mundo de mierda,
aceptar que podemos tropezar, caer y revolcarnos en el barro varias
veces, antes de que nos atrevamos a dar el siguiente paso. Claro, la
gracia está en no quedarse pegado y decidirse de una vez por todas a
actuar. Si el miedo a equivocarnos es lo que nos paraliza, entonces
el aceptarnos imperfectos y algo mal de nuestras mentes tal vez pueda
ayudar a bajarnos los humos y comprender la urgencia de vivir en el
presente despojados de prejuicios.
Habrá sido un par de noches atrás
cuando tropecé con un mensaje. Alguien me decía que debía aprender
a vivir en el ahora. Ese alguien reclamaba mi presencia en un lugar
al cual había decidido no ir. Y si bien en el momento lo contesté
con una evasiva, con falso orgullo tal vez, ahora que le doy una
vuelta le encuentro toda la razón. Al final de esa noche comprendí
el sentido completo de lo que quería decirme ese mensaje que, en el
fondo, me enviaba la vida. No es que haya salido a la calle
semidesnudo a dejarme a atrapar por una simple promesa, por supuesto,
pero fue casi una liberación el sentir que podía hacer lo que
quisiese, que podía burlarme de mis propios miedos, que podía
reírme de mi siempre posible fracaso, que podía reírme a
carcajadas de mis fantasmas mientras fueran incapaces de alcanzarme,
y la única forma de conseguirlo era, justamente, dejándome llevar.
Ceder el control. O como le oí decir a
un voladito afuera del bar de costumbre: “abordé una barca con
dirección al infinito”. Desde luego, no se puede vivir siempre
así. La vida parece estar constituida por momentos, que
separadamente parecen a ratos estar desprovistos de sentido, pero que
juntos consiguen encajar a la perfección y devolverle alguna
coherencia a nuestro andar en este mundo. Por supuesto, nada bueno
sacaríamos de quedarnos mucho tiempo viajando a merced por sus
turbulentas aguas. Pronto caeríamos en la terrible máxima de Mario
Santiago Papasquiaro, eso de “si he de vivir, que sea sin timón y
en el delirio”.
Pero en fin, algunas veces debemos
ceder y mandar un ratito al diablo nuestros prejuicios. Entonces
soltamos las ataduras, nos aceptamos así de despojados de todo, así
de humildes y livianitos de ego, con los ojos bien abiertos para ver
todo lo que el destino decida poner en nuestro camino. Sí, dejarse
llevar es una forma de adquirir sabiduría, de crecer. Flotar sobre
las aguas del río confiando en que tarde o temprano la corriente nos
llevará a la otra apacible orilla. A por ello.