Lo vi retorcerse en la arena mientras los
fanáticos lo alentaban para levantarse y volver a la carga. Su rival no llevaba
ningún escudo, ni tridente ni red ni púa. Le faltaba un diente, si eso sirve
para conferirle alguna fiereza. El luchador se levantó como pudo y antes de que
pudiese abrir bien los ojos ya había recibido otra media docena de golpes en la
cara. Sin embargo, debo admitir que los resistió muy bien, y ninguno de
nosotros, los espectadores de aquella cancha-de-tierra-coliseo-romano-de-Hualpén
pudimos entender cómo se las arregló para torcerle el brazo a su oponente, y
con una llave tan hermosa como brutal, ponerlo de rodillas, suplicando piedad.
Nosotros, el bajo pueblo de siempre, desempeñamos el papel que nos correspondía
en aquel viejo guión, agitando en el aire nuestros pulgares abajo. Lo que vino
después fue un alarido del vencido, y celebrar por la victoria de nuestro
magnífico gladiador, que corrió junto con un fajo de billetes, correspondiente
al dinero de las apuestas, rumbo a la primera cantina que encontrara en la
población Críspulo Gándara.
(Experimento fallido, 2015)
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