lunes, 5 de diciembre de 2016

DEFINICIONES POSIBLES PARA LA VERGÜENZA


           Es duro hablar de la vergüenza. De la ajena y más bien de la propia. Desde pequeños se nos educa para temer al juicio de los demás, de oír al coro de los lobos aulladores antes de dar el siguiente paso. La búsqueda de aprobación se ha vuelto un deporte de alto riesgo que ha dejado con lesiones en el alma a más de alguno. Porque claro, detrás de la aprobación está el miedo a sufrir el rechazo, que no dudará un segundo en hacer de las suyas si bajamos la guardia y se lo permitimos.

        Vamos por parte. Los señores de la RAE definen la vergüenza como “turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”. Es decir, la vergüenza operando como una culpa justa, como un arrojo de conciencia interponiéndose en el camino de quien hizo de las suyas, a sabiendas que perjudicaba a un tercero, o incluso a sí mismo.

          Hay demasiada gente en este mundo que no posee este primer tipo de vergüenza. No es de extrañar, entonces, que estemos rodeados de “sinvergüenzas”. ¿Acaso necesitas algún ejemplo? Bastaría con echar un rápido vistazo a los directorios de las grandes empresas, de las corporaciones; mirar el Congreso, a nuestras autoridades, en fin. Es más, hace pocos días fue la Enade: ahí tienes un auténtico bestiario de sinvergüenzas. Ser “deshonroso” y “humillante” está de moda por estos días, y es tanto así que incluso el acostumbramiento a esta realidad es peligroso. Creo que este sentido de la vergüenza está en peligro de extinción, por desgracia, ya que me parece el único verdaderamente necesario; detrás suyo se alojan los únicos motivos por los que, desde mi punto de vista, vale a pena avergonzarse.

         

         La RAE propone una segunda definición para “verguenza”: “turbación de ánimo causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un freno para actuar o expresarse”. Bien, esta definición verdaderamente me conmueve. Como aquella oportunidad en que tropecé y caí sobre un mendigo; y que luego éste me pidiera disculpas por “interponerse” en mi camino. Aque episodio me hizo sentir el ser más miserable del planeta. Me obligó a pensar que la responsabilidad de todo cuanto ocurre en este mundo también es mía, por aceptar con mansedumbre mi labor de simple engranaje, y por hundirme en un confortable sopor de conformidad. Detrás de cada ser humano existe una dignidad posible, y pocas cosas me generan más angustia que constatar el extravío de esta condición humana en algunos...

        En estricto sentido, cualquier “turbación o encogimiento” que signifique un “freno para actuar o expresarnos” debería ser motivo de análisis. El sentido común es una trampa; como el bien común y la opinión pública. Son definiciones inexactas y fantasmagóricas, adaptables a la boca de cualquier demagogo o timador. Recuerdo rápidamente al padre que reprendía de manera humillante a su hijo en la Laguna Redonda ante el silencio cómplice de los corredores; o a la pareja de voladitos que se desplazaba erráticamente por la Avenida Paicaví en busca de un punto ciego, y a la que los conductores miraban con desprecio. En ambos casos el “juicio social” fue inapropiado, y únicamente a los volados perdonaría su falta de vergüenza, suponiendo que no la hayan sentido.

          Hace unos días alguien me comentó que se había aburrido de leer mis actualizaciones en una red social, pues las consideraba delirantes y poco dignas de un comunicador: “no sé cómo no te da vergüenza escribir ese montón de barbaridades”. A la mierda con esa persona. Escribir es también un artístico manotazo de ahogado, de allí que alguien se engrupa entremedio, no es asunto mío. Recuerdo, por ejemplo, una vez en que junto a mi pareja fuimos drogados descaradamente en una cevichería, llegando a duras penas al departamento. Lo publiqué a modo de aviso de utilidad pública, y solo obtuve carcajadas, indiferencia, rechazo. Incluso hubo quien me envió un mensaje privado preguntándome la dirección para ir por su dosis. No me hablen de vergüenza: el mundo esta loco. 


         Únicamente los fastidiaré con una última definición según nuestros encopetados amigos de la RAE: “estimación de la propia honra o dignidad”. Me parece que este significado viene a cerrar lo que hemos comentado aquí. Finalmente, la vergüenza se relaciona directamente con nuestra propia valoración de las cosas y de nosotros mismos. Lo importante, como alguien decía, es no dejar de hacernos preguntas: ¿podemos permitirnos llegar a la oficina con los zapatos cambiados sin ser tomados por locos?, ¿seríamos capaces de comenzar a vivir sin prejuicios, sacándole partido al aprendizaje de cada instante?, ¿podríamos recuperar nuestros recursos naturales, nuestras empresas estratégicas y darles una patada en el culo a las transnacionales, sin recibir la rabieta de los defensores del actual modelo económico que nos estrangula a diario?

           En fin, creo que es tiempo de darle una vuelta al temita de la “vergüenza” y hacerla trabajar para nosotros. Creo en una vergüenza justa y honesta que acuse nuestros extravíos, que nos hermane en una misma dignidad. Pero, por favor, las instituciones poco o nada tienen que ver en ello. Habría que limpiarlas primero. Y a fondo. Debemos despojarnos de toda esa vergüenza que desde niños se nos inculca, como el miedo a cuestionarse las reglas y valores que dirigen el mundo, y devolvérsela a quienes hoy rasgan vestiduras desde sus tronos marchitos. La libertad, así como el miedo, es peligrosísima cuando cambia de bando. Dejemos rodar los dados y veamos qué pasa.

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