Caminaron
por la ciudad rápidamente, aunque sin un rumbo claro. La situación era
complicada. Ellos estaban por todos
lados. Ellos les pisaban los talones.
Sin importar dónde estuvieran, jamás se encontrarían suficientemente a salvo.
Algunos
meses atrás habían aceptado jugar el complicado juego. Pusieron unas cuantas
banderas dentro de sus corazones, y salieron a la calle como personas nuevas.
Alguna vez soñaron con cambiar el mundo. Ahora soñaban con que el mundo no los
cazara. No querían saber nada de nada, o al menos eso decían a sus pocos amigos
y camaradas.
Y
sin embargo, una nueva situación terminó por hacerles continuar su camino.
Después de aquella infernal noche de verano en un perdido hotel de la Avenida Manuel
Rodríguez, sus vidas cambiaron para siempre. Siguieron juntos como siempre,
claro. Pero la policía los tenía identificados. Milagrosamente escaparon de la
sucia pensión donde alojaban, en medio de una lluvia de disparos. Pese a todo,
decidieron no abandonar la ciudad.
Ahora caminaban de la mano, como una pareja cualquiera, con pesadas mochilas en
sus espaldas. Como si fueran camino de algún centro comercial, de alguna
heladería, de algún romántico paseo. Llegaron hasta una casa de seguridad. Un
taxi falso detenido frente a la vivienda los alertó. Al dar la vuelta se dieron
cuenta de que no estaban solos. Entonces él alistó su arma por precaución.
Nostálgico AK-47. Ella hizo lo propio con una antigua granada de mano. Estaban
en guerra, después de todo. Dos tipos descendieron del taxi. Vestían de civil,
usaban gafas oscuras y armas de grueso calibre.
Ella
detectó el movimiento a sus espaldas y les arrojó su granada. Se escucharon los
primeros disparos, seguidos de la explosión. Él rafagueó a los agentes y oyó
gritar a uno de ellos. Echaron a correr por los pasajes aledaños a la Laguna Redonda. Mientras lo
hacían, creyeron escuchar sirenas y disparos por todas partes. Llegaron hasta
un pequeño taller, desde donde alguien les hizo una seña, pero no confiaron.
Siguieron adelante. Subieron, subieron y subieron. Desde allí arriba la ciudad
lucía como un animal fatigado. Algunas barricadas ardían más abajo.
Hicieron
una pausa. Escucharon los helicópteros. Por primera vez vieron el mítico
almacén de Doña Teresa. Aquel querido almacén. De él sólo habían escuchado
buenas historias. Entraron un tanto nerviosos, pero terminó por ser un buen
momento. Afuera los agentes corrían de un lado a otro. Cuando la prensa llegó
al lugar pudieron seguir por televisión el resto de la persecución. Se les hizo
muy tarde, y terminaron por aceptar indefinidamente el alojamiento, el café y
las galletas de doña Teresa. Había sido una jornada difícil y seguro vendrían
más.
(Alucinaciones, 2011)
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