viernes, 28 de septiembre de 2018

Tiempo, ciudad y atomización: "La alta torre" de Oscar Sanzana, por Rodrigo Alarcón Muñoz

"Puede ser, pero mirapero mira, tú sabes que no escribo para paladares finos. Prefiero hablar de aquello que de tan común entre nosotros termina por hacerse invisible" 
(Oscar Sanzana, Rituales)
Si algo es una ciudad, es ese laberinto de infinitos recovecos testimoniado, descrito e interpelado de miles de maneras a lo largo de la modernidad y de las modernidades, en un amplio y permanentemente desbordado espacio literario donde se funden existencia, mito, historia y realidad, esto es, el imaginario colectivo. Esto hace extraño, a la vez que halagador y por cierto muy riesgoso, que Oscar me haya invitado a hacer o intentar hacer esta presentación. Es que el asunto es que yo soy un ínfimo, torpe y limitado lector de todo y no sé aun, al tiempo en que les leo estas líneas, qué podría ilustrar de este nuevo deambular de su pluma, su pensamiento y su pasión.
Sin embargo, ante este desesperado cotejo (constatación), es la fuerza misma de la escritura de "La alta torre" la que viene en mi auxilio, pues aunque sea a tientas, no puedo parar de caminar por los pasajes y paisajes de esa ciudad situada al borde del abismo, llevado por sus personajes que bajo esta misma condición, enfrentan sus miedos y su decadencia como si nos mostraran el descenso a los abismos que cotidianamente experimentamos.
Y este golpe va desde el inicio: ¿quién no podría reconocer en la debacle de Octavio Careaga, la ruina permanente que experimentamos en función de la dictadura del éxito que el capitalismo contemporáneo nos impone? ¿Quién no podría escuchar esa misma voz susurrante que habla a los personajes, que delirante normaliza la violencia que corroe los vestigios de humanidad, que desperdigados en nuestros interiores y en el paisaje cotidiano, acontecen en su agonía en medio de la normalización de la catástrofe y el horror del presente?
Tal como afirma Giorgio Agamben en "El sacramento del lenguaje", en el lenguaje nos va la vida, en él se juega nuestra praxis vital, el nexo ético y político de nuestras palabras con las cosas y las acciones. Las respuestas, las probables respuestas a estas preguntas, entonces, sólo pueden tomar forma en esa especie de ritual "silencioso y solitario de nuestro lenguaje", ese foro interno donde comparecemos ante nuestra propia conciencia y el residuo de las demás; hoy, ante nuestra total fragmentación de la existencia.
Las voces concretas de Octavio, Lizardo, "la Hija del Sol" y la de esa voz general que se transmuta siguiendo y precipitando sus conciencias, me digo mientras recuerdo la lectura, parecen ser las voces, la voz, de ese gran misterio que habla a través de nosotros; ese misterio patético que no porta ningún ocultamiento, sino el enceguecimiento de la potencia de una brutal verdad, aquella que le arranca la inocencia a la "Hija del Sol" y que a través del espejo feroz de nuestra cotidianidad, nos arranca todos los días la condición y la posibilidad de ser seres auténticos.
La aspiración de Octavio, metáfora de aquella aspiración que muchos/as canonizan en ese culto de pasión triste con que rehúyen su abismal precariedad, no es otra cosa que la encarnación de la ley soberana, que encarna en la posesión de esa llave con que los padres de la hija del sol, abrían las mazmorras más infernales, aquellas sobre las cuales descansamos nuestros cuerpos, tejemos nuestros amores y contemplamos nuestras posesiones; esas mazmorras que se alojan en el subsuelo de todo chile; esa llave, la llave a los infiernos de la represión, se escondía detrás de esa figura de loza que, puesta arriba de un normal mueble de cocina de una normal cocina cualquiera, representaba la abundancia, ese mantra colectivo que coloniza nuestro lenguaje, aquel recordemos, en que se nos va la vida.
En "La alta torre" persiste el intento de tejer un destino común de vidas atomizadas que comparten lo que aún les queda de común a los humanos: la ciudad y el tiempo, paradojalmente en tiempos en que todos intentan escapar de ella a través de cualquier medio, con recursos que permiten llevar su pesadumbre a paisajes de nuevas colonizaciones o a través de la tercermundista ilusión de la red. En sus páginas parece emanar la doble cara de jano que nos obra: inocencia y/ maldad, muerte y vida, horror y tregua, todo en medio de la habitual desesperación en que sobrevivimos.
Así, con su exposición pareciera que Sanzana, en la senda de Benjamin, intenta destruir el interior de todos nosotros, en tanto es allí donde muy bien amueblado, medidamente decorado, se aloja el individuo del sin sentido, de la convivencia hipócrita, de la ostentación sin fin. A este cúmulo de miseria, parece contraponer el carácter destructivo, aquello que Benjamin indicaba como lo que no se podía tomar como personal, como aquello que le es propio en tanto que no le pertenece.
Es precisamente lo que no deviene en Lizardo, Liliana Caray, en Catalina del Espino ni en Barbas, pues todos ellos forman el resto de un coro estrepitoso, donde el canto del presente nos entrega sus tonos más nefastos; ese eco de postverdad que acontece en nuestros suelos hace casi cuarenta y cinco años, donde todo lo peor, con toda la corpulencia de la impunidad, ha sucedido y nos sucede cada día en nuestras desahuciadas vidas, en las cuales toda posibilidad de pasado fue aniquilado y donde la inocencia fue convertida en el peor verdugo; el testimonio de la muerte de Irene a manos de una "infancia y juventud chivata", la misma de la cual podemos decir que hoy normaliza la denuncia al flaite, al mapuche, al marica, a la puta, a la "feminazi"; la misma a través de la cual acontece, de diversas formas, la muerte de esa otra ciudad, la de abajo, la de la Costanera, la del habitante, la misma que nos refleja, cual vitrina luminosa, nuestra brutal falta de experiencia.

Bajo estas luces, podemos reconocer (o apostar a reconocer) en la escritura de Oscar Sanzana (y a esta altura en su obra) un sistemático intento de des-asimilación social, moral y existencial del sujeto neoliberal, suscitando una especie de programa literario de la resistencia y transgresión, cargado de una políticidad que socava la racionalidad oficial y agita el poder de la precariedad, la soledad y el margen.
En otras palabras, “La alta torre”, así como “Rituales” y la suma de otros textos "Sanzanicos", operan un "contra-programa" que articula una cartografía progresiva, con sus avances, retrocesos y tenues victorias, de una práctica del sujeto precario (más que marginal) que da cuenta de la representación del agazapado imaginario colectivo del infierno neoliberal chileno, tal y cual se encarna en las calles que adolecen su actual presencia a orillas del Bío Bío, esa metáfora de frontera usurpada.
"La alta torre", de esta forma, se inscribe en aquellas narraciones que -me atrevería señalar- constituyen la novela de ciudad, la cual como señalábamos de entrada, puede seguir distintos rumbos que se orientan hacia lo político, a las formas de las clases, a la constitución del sujeto, al devenir del sexo, el amor y la revolución posible. En sus líneas sin duda Sanzana los toca todos, pues en el sujeto del presente cuya emergencia atomizada, fragmentada, precaria y sobre todo feroz, ocurre a través de ese puñado de personajes que tejen el abismal sujeto contemporáneo que en nuestras tierras encarnan la tragedia de la desaparición (Irene, Señor Sonrisa) y naufragio, de clausura del futuro, tragedia que a pesar de todo contiene en su seno la esperanza, aunque sea una esperanza de pasión triste.


lunes, 10 de septiembre de 2018

Acerca de la memoria


        Y bien, todo parece indicar que vivimos en un país cuya memoria es frágil y también algo errática. El tema se vuelve sensible en estos días y probablemente en algunas horas más, cuando comience el éxtasis diciochero, pasará a segundo o tercer plano. Pero quizás retorne con fuerza al cabo de algún breve tiempo, pues la memoria constituye siempre un territorio en disputa. Existen bandos que se pelean la interpretación de un pasado que a la luz del presente a veces parece concretarse horriblemente en la realidad. La historia determina que como país continuemos, pues, siendo prisioneros de nuestro pasado. ¿Algún ejemplo? Basta mirar nuestra Constitución.

     Me hace sentido una situación vivida hace algunos años. Siendo estudiante de periodismo, una profesora de Marketing Político nos dijo “Bueno, ahora que ya como mundo nos pusimos de acuerdo en el modelo socioeconómico que queremos, la cosa es más fácil”. Vaya tomadura de pelo, pensé. A costa intervencionismo, dictaduras y muerte, nadie consigue ponerse de acuerdo con nadie. Desde la Casa Blanca se nos impuso coercitivamente un determinado modelo. No hubo elección alguna, y lo que hoy vivimos es más o menos una consecuencia directa de nuestro insensato lema patrio: “por la razón o la fuerza”. Eso pensaron los poderosos hace exactamente 45 años, y no seamos ingenuos, lo más probable es que siga figurando en su manual de acción como una respuesta posible frente a alguna contingencia desfavorable a sus intereses...

          Tiendo a pensar que escribir es un ejercicio libertario y de acción directa en el campo de la memoria. Escribir es un acto político. Siempre lo ha sido y muy posiblemente seguirá siéndolo durante un buen rato. Por eso no concibo el arte separado de las condiciones sociales que lo generan. “El arte por el arte” -vuelvo a decirlo- no es más que una torpe y marchita quimera. Vivimos bajo un modelo socioeconómico que fundamenta su existencia no solo en volvernos unas criaturas consumistas y reproductoras; además, el neoliberalismo necesita seducirnos con la idea de que obramos bien. Es decir, nos controla culturalmente. Nos dice, por ejemplo, que volver los ojos hacia el pasado es una pérdida de tiempo, algo improductivo, aunque también peligroso, que es cosa de quedarse pegado, de no poder avanzar (aunque nunca sepamos hacia adónde). La memoria como discurso añejo, desposeído de toda utilidad y valor en el presente. La memoria como obstáculo de la unidad y el progreso del país y del mundo.

          Escribir es un ejercicio político, ya que nos permite reencontrarnos con lo que un día fuimos en acciones, palabras y sueños. Gracias a la escritura podemos rescatar del olvido a nuestros ancestros, a nuestros muertos e incluso a nosotros mismos. Podemos reconstruir pedacitos de historia que de no ser por esta labor se perdería para siempre, y al mismo tiempo, conseguimos poner en conocimiento de otras personas las luchas inconclusas, las tareas pendientes y ¡quién sabe!, quizás hasta podamos despertar en lectores y lectoras alguna curiosidad, algún interés o incluso hasta algún afán transformador.

           La memoria debe ser un principio combativo, radicalmente opuesto a la inactividad o a la inercia de los tiempos. El filósofo francés Louis Lavelle sostenía que la memoria puede funcionar como un motor en el presente, capaz de activar el rescate de aquello perdido. La memoria es representación, y ésta es a su vez resurrección. De allí a que pueda atestiguar que lo transcurrido no muera sino para renacer. Incluso la experiencia de la tragedia en el pasado puede poseer en el presente un carácter liberador, pues “el pesar es al pasado lo que el deseo es al porvenir”, según señala Lavelle.

         Así, la memoria es la identidad de lo que somos, la fuente de nuestra originalidad y secreto. Para nuestros ancestros, el tiempo poseía un carácter circular y no lineal, lo que quiere decir que volvemos a cruzar varias veces la misma senda y en esto radica la posibilidad de cambiar. Lo mismo ocurre con los procesos sociales. Poco a poco, la inercia y el miedo dan paso a la conciencia y a una todavía incipiente aunque esperanzadora voluntad transformadora. Hacia allá caminamos.


Concepción, martes 11 de septiembre de 2018.



domingo, 2 de septiembre de 2018

Capacidad de asombro


Había perdido por completo la capacidad de asombro. Ni siquiera cuando me vio dentro de su cuarto con su revólver en la mano, disimuló esa sonrisita estúpida con la que enfrentaba al mundo.