Acá les comparto el relato finalista de un Concurso de Cuentos Cannábicos en el que participé. Dice así:
Cierto, habíamos fumado demasiado de una misteriosa cepa que
encontramos sobre la mesa después de una larga noche de juerga. Lo
que en un comienzo habíamos planificado como una sesión creativa se
transformó de pronto en una simple y vulgar junta fumeta.
Como suele ocurrir en estos casos, las carcajadas estridentes dieron
paso a toda clase de ideas delirantes, y luego, a un prolongado
silencio. Un silencio de miradas bajas, meditabundas, pupilas
dilatadas y “rictus cannábicos” en las quijadas de los
participantes.
En ese estado de contemplación estábamos cuando súbitamente
escuchamos -con toda claridad- unos elocuentes aullidos, seguramente
provenientes de algún patio vecino. De un momento a otro, los
aullidos se volvieron tan notorios que consiguieron despavilarnos:
-Ohhh, ¿qué onda, qué fue eso? -nos miramos entre todos,
atemorizados.
Los aullidos cesaron a los pocos segundos de prestarle atención,
pero nada volvió a ser lo mismo a partir de entonces. Nuestra volá
reflexiva había derivado en una de tipo paranoide. Perseguidos a más
no poder, nos quedamos atentos escuchando y llegamos casi a saltar al
menor sonido. Estábamos en un piso alto, y al poco rato divisamos
una columna de humo naranjo que se levantaba a lo lejos.
-¡Miren eso, está quedando la cagá! -gritó Felipe apuntando el
humo.
Si bien fue grande nuestra curiosidad, ninguno de nosotros atinó a
levantarse de su asiento y acercarse al ventanal, como para tener una
mejor idea de dónde provenía todo ese humo naranjo. Eso sí,
tiramos toda clase de teorías: un gran incendio, una explosión, una
emergencia química, etc. Nos miramos preocupados y retornamos a
nuestro silencio.
Después de un rato, la habitual dispersión de los volados hizo lo
suyo: alguien tiró una talla y todos reímos a más no poder. Nos
olvidamos por completo de lo que había ocurrido, así como de
nuestro momento de persecución y pánico.
El caso fue que algunos días después de ocurrido el episodio
todavía era motivo de conversación, y estando en compañía de
Felipe recordamos que habíamos dejado puesto el grabador de sonido.
Aquella era una práctica habitual en nuestras “sesiones
creativas”, y nos había permitido rescatar del olvido innumerables
ideas que de otra manera se hubiesen desvanecido junto con los humos.
Nos dio por escuchar la grabación de la junta, claro, y casi nos
fuimos de espalda cuando descubrimos que nunca hubo aullidos (reales,
al menos). El hecho que había gatillado nuestro “mal viaje” no
existió. Las dudas razonables se abrieron paso: ¿habría sido una
invención de nuestras mentes?, ¿sugestión?, ¿alucinación
sonora?, ¿demencia? Debo reconocer, de cualquier forma, que esa
yerbita misteriosa se las arregló para hacernos partícipes de una
buena historia y de un pequeño apocalipsis que finalmente no
sucedió.
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