La quería, sí. Y
hasta entonces no había experimentado sensación más dulce y acogedora que
dormirme abrazado a sus caderas. Pero fueron sus ronquidos los que comenzaron a
mandarlo todo al diablo. Aquellos sonidos definitivamente no eran humanos.
Una noche me desperté de un sobresalto con ellos, y mientras luchaba por volver
a conciliar el sueño, imaginé toda clase de seres extraños, criaturas fabulosas,
bestias mitológicas, monstruos marinos. Los visualicé con horror resoplando a mi lado, a punto de devorarme,
convencidos de que sería un buen bocado. A la mañana siguiente, despertando
todo ojeroso de aquel horrible letargo, solo atiné a decirle: “oye buenamoza,
ya no sé si siento lo mismo por ti”.
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