Nunca me he sentido un hombre ordinario. Incluso cuando camino por las noches en dirección a mi hogar, lo hago con la seguridad de estar en el lugar y el momento perfecto. Y eso, claro, me distingue de otros seres humanos. De niño siempre tuve muy claro que la única forma de conseguir lo que uno se propone en la vida es pagando su precio, y ya de grande comprendí que éste inequívocamente resultaba ser la soledad.
Eso sí, para
batírselas solo uno debe endurecerse lo suficiente, hacer oídos sordos de lo
que dice el resto, no ceder a lo que los demás pretender hacer de uno. Aquella fue mi elección, el camino
propio. Pues bien, digo esto porque el proceso antes descrito me llevó a ser
quién soy, con mis innumerables defectos, pero también con mis virtudes. Dentro
de ellas, el escepticismo ha sido crucial. A muy poco de andar aprendí que el
mejor antídoto para la frustración es no esperar nada de nadie. Rara vez he
llegado a creer en algo que no haya podido comprobar por mí mismo, lo que,
supongo, me otorga alguna autoridad para contar lo que comenzaré a relatarles.
Ocurrió una
madrugada de mayo, hará cosa de dos o tres años atrás. Iba yo caminando de regreso a mi hogar, tras
haber acabado mi turno en una gasolinera de la Avenida Paicaví. Como es usual,
procuro llevar conmigo una petaca de pisco o alguna bebida lo suficientemente
espirituosa como para paliar el frío nocturno de esta ciudad.
Normalmente, me
dirijo algo presuroso a mi casa, consciente de que el mejor premio para un
obrero solitario consiste en permitirse un merecido descanso. La tibieza de mi
cama era, pues, la única imagen que llevaba en mente. Y, desde luego, me
parecía el motor más poderoso de todos para dirigir mis pasos en aquella húmeda
madrugada. Sin embargo, al pasar frente a la Laguna, sucedió algo extraño. El
cigarrillo que acostumbro a encender a veces por el solo placer de dejarlo
consumirse entre mis dedos durante el camino, se me resbaló y cayó al suelo. Me
detuve a recogerlo, y al incorporarme noté por primera vez la belleza de luna
que se permitía tener en sus cielos esa gélida madrugada. Era una luna llena
tan grande, que hasta me llevó a liberar una risita nerviosa de incredulidad
frente a su luminosa belleza. Me pareció en ese momento que debía aprovechar lo
que me quedaba de cigarrillo y petaca en su contemplación. Para ello, me
acerqué hasta los bancos de madera que están en el borde de la laguna, y me
detuve a recrear mis ojos con el fantasmagórico resplandor que producía la luz
de la luna sobre sus aguas brumosas.
Suficientes
explicaciones les he ofrecido ya acerca de mi bien ganado escepticismo sobre
todo aquello que no consiguen explicar mis sentidos. Pero es en este momento
cuando me veo en la obligación de volverme sobre mis palabras y contarles de
una buena vez lo que el destino me tenía preparado en esa insólita madrugada.
Permanecí de pie algún par de minutos en la orilla de la Laguna, que a esas
horas estaba en la más absoluta soledad. Y entonces, el horror. Podría jurar
que de entre el vapor que se levantaba desde la superficie de las aguas, bajo
el reflejo de la luz lunar, emergió como proveniente del fondo mismo de la laguna
una figura semihumana.
La figura
correspondía a un cuerpo doblado en dos, luego en cuclillas, pero no fue hasta cuando
se puso completamente de pie que pude comprobar que se trataba de una joven
menuda y pálida. Con solo recordar la escena, aún puedo sentir el mismo
escalofrío que me recorrió entonces de pies a cabeza. Un miedo sobrehumano hizo
que el cigarrillo se resbalara de mis labios y cayera al pasto. Tampoco
conseguí mirarla a los ojos cuando salió del agua, mientras desafiaba a mi
ateísmo rogándole a la Providencia que me librara de aquel súbito horror.
Acerca de cómo era, me limitaré a decir que parecía vestir una especie de
camisón de color blanco, y que sobre su largo pelo usaba un cintillo de colores
algo vistosos, muy posiblemente decorados con flores. Hay algunas flores
silvestres bien llamativas en los pastos que rodean la laguna.
Oh, Dios mío,
que ahora mismo estoy helado hasta los huesos del solo espanto que me produce
recordar lo que ocurrió luego. El espectro aquel, salido desde las entrañas
mismas de ese mágico cuerpo de agua, caminó en línea recta hacia la Avenida,
donde, al cabo de pocos minutos, consiguió que algún inocente se decidiera a transportarla
en su automóvil. No consigo entender cómo diablos pudo alguien haber sido tan
valiente como para ofrecerle un lugar en su vehículo a aquel terrorífico ser.
No me resulta
fácil dar término a esta narración. Me niego a aceptar aquello que mis sentidos
no consiguen comprender y, sin embargo, la presencia de la joven que emergió
desde las aguas de la Laguna Tres Pascualas esa fría noche de mayo me
perseguirá para siempre. He tenido no pocas pesadillas en las se lanza sobre mí
y me ataca salvajemente. En otras, aparece en cualquier parte de mi pequeño
hogar, acechándome. Soy quien soy gracias a mi escepticismo, y si bien al
comienzo me empeñé en convencerme a mí mismo de que aquello no había sido sino
una alucinación, la sensación de horror que al día de hoy me produce su
recuerdo, se encarga de demostrarme que no estaba en presencia de una simple
travesura de mi mente.
Algunas noches,
en la soledad de mi habitación, poco antes de dejarme abatir por el sueño,
llegan hasta mí algunas ideas vagas que procuran inútilmente tranquilizarme.
Entonces, rendido ya frente al cansancio cotidiano, me repito que la vida me ha
permitido conservar mi guarida en la razón extrema, si bien ha abierto en
aquella oscura habitación una ventana no tan diminuta desde donde es posible
atisbar otra realidad, a la que no consigo llamar de otro modo que no sea locura.
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