Desde el baño podía oír sus peleas, a
través de la rejilla de ventilación que conectaba los seis departamentos
de ese edificio de la Remodelación. Ocurría tres o cuatro veces a la
semana y las discusiones del sábado por la noche –cuando ella regresaba
de la casa de sus padres- eran las más acaloradas. No voy a decir que
hacía un panorama de cada una de estas escuchas, pero tampoco podría
negar la ansiedad que en algún minuto me generó la espera de cada
capítulo de la historia de aquella sufrida pareja.
Todo comenzó una tarde cuando llegué de
mi trabajo. Me encontraba con el ánimo por el suelo, después de una
semana de mierda en la que estuve tres veces al borde de mandarlo todo
al diablo. Mis intenciones eran básicas y simples: comer algo, ver una
película y esperar una llamada milagrosa que me sacara del sofá con
algún panorama. En un momento tuve que ir al baño, claro, y entonces
escuché por primera vez las voces que debatían con furia desde su
anónima posición:
– ¡Ahora me vas a tener que escuchar tú, malnacido!
– ¡Tú no eres nadie para venirme a hablar así!
– ¡No sabes el asco que me das, eres asqueroso!
– ¡Por eso será que siempre andas coqueteándole a otros, como si estuvieras en celo!
En realidad, me llevó varias sesiones comprender el motivo de tanto
pleito, y básicamente se resumía en un asunto de odio mutuo. Sé lo que
pensarán: si se odiaban tanto, no hubiesen vivido juntos. Pero, ¡ay!,
sucede que el ser humano es tan complejo… Las reconciliaciones eran aún
más gritadas. Tanto, que una noche incluso pensé en llamar a la policía…– ¡Tú no eres nadie para venirme a hablar así!
– ¡No sabes el asco que me das, eres asqueroso!
– ¡Por eso será que siempre andas coqueteándole a otros, como si estuvieras en celo!
Normalmente, los primeros dimes y
diretes se dejaban escuchar entre ocho y nueve. A partir de las diez
venía lo mejor, cuando él golpeaba la mesa con los puños y se levantaba
airadamente hacia ella, insultándola con todo tipo de bajezas. Pese a su
brutalidad, ella no se acobardaba y le respondía de forma muy vil, como
cuando le dijo que si hubiese sabido que él se convertiría en un pobre
diablo, no lo habría pensado dos veces en engañarlo con su hermano, que
era todo un príncipe, atento, cariñoso, muy culto y además, ¡vaya cosa!,
tenía dinero.
Así pasaron las semanas, hasta que una
noche de sábado escuché una quebrazón de platos infernal. Extrañamente,
ocurrió justo después de una reconciliación. Lo que me inquietó fue que
ella saliera dando un portazo y echara a correr hasta perderse calle
abajo. Me quedé mirando por la ventana. Nunca antes uno de ellos había
abandonado al otro, ni siquiera después de decirse las cosas más
abominables. De pronto, y como de la nada, apareció otra chica a la que
previamente había identificado como amiga de la fugitiva. Con una
frialdad asombrosa, y con toda seguridad prevenida de lo que había
pasado recién, se acercó al citófono y llamó al departamento. Lo
comprendí todo en el momento en que él le abrió la puerta y la recibió
con efusividad. Aquella complicidad me lo dijo todo.
Por mi parte, me animé a intervenir en
la historia, ya no desde mi pasivo rol de sentarme en el wáter a
escuchar sus intrigas, sino de una forma seria y responsable: alguna vez
en la vida quería ser protagonista de algo. Decidí ofrecerme como
material de venganza a la mujer de mi hermano, y esperarla en la puerta
hasta que llegara, para decirle que no tendría que explicarme nada, que
ya lo sabía todo, y que la perdonaba de antemano por no haberme elegido a
mí antes que a ese payaso miserable y violento.
(Columna aparecida en Periódico Resumen, edición de septiembre de 2015)
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