Dicen que en sus tiempos mozos,
hubo quien llegó a hacer fila para verlo pelear. Lo cierto, sin embargo, es que
ni siquiera en sus años de gloria, antes de convertirse en un “paquete” para
otros peleadores con un poco más de proyección, la gente de Coronel y Lota lo
detenía en la calle para saludarlo. Tampoco llegó a firmar un autógrafo, y salvo
un par de sobrinos, nadie se fotografió con él ni antes ni después de entrar al
ring. Pero sumando y restando, tenía bien asumida su decadencia. Había
conseguido que no le importara.
Los organizadores del evento de
esa noche, que sería su último combate, estaban conscientes de lo inútil que
resultaba esperar algo de público. Es más, casi le hacían un favor proporcionándole
la posibilidad de esta despedida, porque ellos apenas recuperarían el costo de
arriendo del local y del ring. Las conversaciones entre ellos estaban empapadas
de una amarga resignación. “Hace mucho que el boxeo ya no es lo que un día fue”.
“Hoy en día lo que manda son las peleas clandestinas: mientras menos reglas y
más sangre, tanto mejor”. “Ojalá no dejen muy machucado a nuestro compadre”. “Ya
no estamos para estos trotes, viejito, después de esta velada yo hago mis
maletas y me olvido de toda esta huevá, la dejo”. “Al final, la vida nos ganó
por nocaut”.
A un lado del portón metálico, un
individuo recibía con desgano al escaso público que llegaba hasta el gimnasio.
En tanto, en una salita de paredes roídas por la humedad, un hombre de baja
estatura, delgado, algo canoso y aparentemente mal alimentado, se dejaba vendar
por otro que lucía tan débil y marchito como él. De no ser por el short y los
botines, hubiese resultado imposible diferenciar al púgil de su preparador. A
cada tanto, el vendado echaba un sorbo de un botellín de whisky barato que
tenía a su lado. “A estas alturas uno puede permitirse ciertas concesiones”,
le dijo una vez a su técnico-mánager-sparring,
y a éste no le quedó otra que aceptar su voluntad. El silencio de ambos gozaba
de cierta solemnidad, y era interrumpido a ratos en términos parecidos a este:
— Dicen que
hoy vendrá a verte la Eduviges.
— ¿Quién?
— La
Eduviges, hombre. Acuérdate de la rubia que te vio pelear en Playa Blanca ese
verano del 87. ¡Era una mujer de primera!
— No me
acuerdo. Apriétame más el guante, que lo hallo suelto.
Exactamente cuando faltaban
quince minutos para las diez de la noche, el viejo guerrero saltó al ring en
medio de tibios aplausos. Levantó su brazo derecho y dirigió una mirada a la
tribuna semivacía, solo para comprobar que ni sus familiares se habían tomado
la molestia de asistir. “Al menos no tendré la necesidad de fingir un par de
rounds”, se dijo, dispuesto a dejarse caer en la lona y dar por terminada su
última función en cuanto tuviera la oportunidad.
(Columna Ciudad Brumosa, publicada en Periódico Resumen, edición de agosto de 2012, ilustración de Frangles)
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