Dicen que
durante el mes de septiembre es inexacto hablar de curados, que el término
correcto es endiciochado. Se trataba de un individuo algo espinillento, de
polerón negro, jeans claros y zapatillas, que deambuló por casi dos horas en la
esquina de la calles Ongolmo y Bulnes, justo la noche del 18 de septiembre
pasado. Avanzaba dando tumbos y tras andar algunos pasos se detenía. Entonces
podían ocurrir dos cosas: o se arrodillaba y comenzaba a dar puñetazos al suelo
como un enfermo, o bien le daba por arrancar de raíz el pasto que crece de
forma natural al costado de la vereda.
Los primeros vecinos en divisarlo lo
creyeron ebrio, y sí, por supuesto que lo estaba, pero había algo más. No lo
sé. Quienes lo juzgaron al principio pusieron especial énfasis en que caminaba
con una lata de cerveza en la mano. Al poco rato, sin embargo, no quedaba ni
rastro de su lata de cerveza, y en cambio parecía cada vez más perturbado. Era
evidente que el sujeto en cuestión no se hallaba en buenas lides con la vida.
Tal vez la mayoría de nosotros tampoco, pero él parecía haber explotado esa
noche. Siempre he creído que lo mejor en esos casos es mantenerse al margen y
observar con atención cómo se van dando las cosas. Una vecina, en cambio, creyó
que lo correcto era recriminarle por su comportamiento.
-Joven, váyase
para su casa…
-¡Que andai
sapiando, vieja copuchenta! –le respondió, insolente.
-¡Está
borracho!
-Ah, ¿en
serio?
Cuando la vecina amenazó con llamar a los
carabineros, el tipo hizo el intento de echarse a correr, pero tropezó a los
pocos pasos e incluso rodó un par de metros. Parecía liquidado, pero haciendo
un gran esfuerzo volvió a levantarse. Es extraño, pero es posible que la
policía no fuese el mejor remedio. Es verdad que los curaditos en esas fechas
abundan, aunque tampoco deja de ser cierto que por ahí podría pasarles algo: un
atropello, una golpiza, un asalto. Pero se oyen cosas, se oyen rumores. De otros como él que han sido
asaltados incluso dentro de alguna patrulla. Y entonces uno esperaría que
primase la comprensión, la solidaridad, por sobre el abuso y la sanción, y eso,
por desgracia, rara vez ocurre. Tendríamos que empezar a mirarnos en otros
términos, pero claro, aquello es materia de otra discusión…
El joven se levantó una vez más y si bien
la oscuridad impedía hacer un análisis detenido de su rostro, daba la impresión
de ser alguien completamente ajeno a este tipo de situaciones. Su cara no poseía
toda la dureza con que la vida marca de manera indeleble a quienes enfrentan en
su cotidianeidad este tipo de situaciones. Quiero decir, a simple vista del
prejuicio, no era posible notar en él una habitualidad en caminar borracho y a
la deriva, esperando que algo, cualquier cosa, buena o mala, cambiara para
siempre su suerte. No. Su comportamiento, de esa noche al menos, parecía ser el
nefasto resultado de un delirio al que se había arrojado algunas horas antes,
acaso en alguna fonda, en una cantina o quizás simplemente en una pieza
minúscula arrendada por unos pocos pesos al mes, y de la cual se sintió instado
a salir en busca de más bebida, o por la bebida misma.
Como fuere, nuestro héroe trágico se las
arregló para arrancar algunas otras matas de pasto antes de que un vehículo se
estacionara a su lado. El vidrio se bajó y solo alcancé a oír una voz femenina
que le dijo algo como:
-¿Qué estás
haciendo?
O bien,
-¿Dónde te
gustaría ir?
El asunto me olió a trampa, y sin embargo
estaba, como ya lo he dicho, impedido de intervenir en esta situación. Pero el
joven, pese al torbellino que tenía dentro de su cabeza, fue lo suficientemente
listo:
-¿Tiene un
cigarrillo que me dé?
Luego la misma voz le ofreció algún dinero
por prestar determinado servicio, a lo que él respondió dándose la vuelta,
ofendido. El auto aceleró hasta perderse por calle Bulnes hacia arriba. Al
menos obtuvo algo a cambio, claro. Un cigarrillo que no tardaría en colocar al
revés entre sus labios. Luego, el problema del fuego. Una nueva desestabilización
mientras buscaba algún encendedor entre su ropa, y la caída hacia unas plantas
que decoran el jardín de uno de los bloques. Fue allí precisamente donde un par
de helechos no carnívoros lo acogieron, ofreciéndole al desamparado un breve respiro,
un regazo donde acabar esa amarga noche de 18, que por la mañana seguramente
tendría el áspero sabor de una resaca infernal, pero que al menos él habría
salvado con algo de dignidad y una cuota de ebria esperanza.
(Relato publicado en la Columna Ciudad Brumosa, de Periódico Resumen, edición de octubre de 2015)
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