Es duro hablar de la
vergüenza. De la ajena y más bien de la propia. Desde pequeños se
nos educa para temer al juicio de los demás, de oír al coro de los
lobos aulladores antes de dar el siguiente paso. La búsqueda de
aprobación se ha vuelto un deporte de alto riesgo que ha dejado con
lesiones en el alma a más de alguno. Porque claro, detrás de la
aprobación está el miedo a sufrir el rechazo, que no dudará un
segundo en hacer de las suyas si bajamos la guardia y se lo
permitimos.
Vamos por parte. Los
señores de la RAE definen la vergüenza como “turbación del ánimo
ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna
acción deshonrosa y humillante”. Es decir, la vergüenza operando
como una culpa justa, como un arrojo de conciencia interponiéndose
en el camino de quien hizo de las suyas, a sabiendas que perjudicaba
a un tercero, o incluso a sí mismo.
Hay demasiada gente en
este mundo que no posee este primer tipo de vergüenza. No es de
extrañar, entonces, que estemos rodeados de “sinvergüenzas”.
¿Acaso necesitas algún ejemplo? Bastaría con echar un rápido
vistazo a los directorios de las grandes empresas, de las
corporaciones; mirar el Congreso, a nuestras autoridades, en fin. Es
más, hace pocos días fue la Enade: ahí tienes un auténtico
bestiario de sinvergüenzas. Ser “deshonroso” y “humillante”
está de moda por estos días, y es tanto así que incluso el
acostumbramiento a esta realidad es peligroso. Creo que este sentido
de la vergüenza está en peligro de extinción, por desgracia, ya
que me parece el único verdaderamente necesario; detrás suyo se
alojan los únicos motivos por los que, desde mi punto de vista, vale
a pena avergonzarse.
La RAE propone una
segunda definición para “verguenza”: “turbación de ánimo
causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un
freno para actuar o expresarse”. Bien, esta definición
verdaderamente me conmueve. Como aquella oportunidad en que tropecé
y caí sobre un mendigo; y que luego éste me pidiera disculpas por
“interponerse” en mi camino. Aque episodio me hizo sentir el ser
más miserable del planeta. Me obligó a pensar que la
responsabilidad de todo cuanto ocurre en este mundo también es mía,
por aceptar con mansedumbre mi labor de simple engranaje, y por
hundirme en un confortable sopor de conformidad. Detrás de cada ser
humano existe una dignidad posible, y pocas cosas me generan más
angustia que constatar el extravío de esta condición humana en
algunos...
En estricto sentido,
cualquier “turbación o encogimiento” que signifique un “freno
para actuar o expresarnos” debería ser motivo de análisis. El
sentido común es una trampa; como el bien común y la opinión
pública. Son definiciones inexactas y fantasmagóricas, adaptables a
la boca de cualquier demagogo o timador. Recuerdo rápidamente al
padre que reprendía de manera humillante a su hijo en la Laguna
Redonda ante el silencio cómplice de los corredores; o a la pareja
de voladitos que se desplazaba erráticamente por la Avenida Paicaví
en busca de un punto ciego, y a la que los conductores miraban con
desprecio. En ambos casos el “juicio social” fue inapropiado, y
únicamente a los volados perdonaría su falta de vergüenza,
suponiendo que no la hayan sentido.
Hace unos días alguien
me comentó que se había aburrido de leer mis actualizaciones en una
red social, pues las consideraba delirantes y poco dignas de un
comunicador: “no sé cómo no te da vergüenza escribir ese montón
de barbaridades”. A la mierda con esa persona. Escribir es también
un artístico manotazo de ahogado, de allí que alguien se engrupa
entremedio, no es asunto mío. Recuerdo, por ejemplo, una vez en que
junto a mi pareja fuimos drogados descaradamente en una cevichería,
llegando a duras penas al departamento. Lo publiqué a modo de aviso
de utilidad pública, y solo obtuve carcajadas, indiferencia,
rechazo. Incluso hubo quien me envió un mensaje privado
preguntándome la dirección para ir por su dosis. No me hablen de
vergüenza: el mundo esta loco.
Únicamente los
fastidiaré con una última definición según nuestros encopetados
amigos de la RAE: “estimación de la propia honra o dignidad”. Me
parece que este significado viene a cerrar lo que hemos comentado
aquí. Finalmente, la vergüenza se relaciona directamente con
nuestra propia valoración de las cosas y de nosotros mismos. Lo
importante, como alguien decía, es no dejar de hacernos preguntas:
¿podemos permitirnos llegar a la oficina con los zapatos cambiados
sin ser tomados por locos?, ¿seríamos capaces de comenzar a vivir
sin prejuicios, sacándole partido al aprendizaje de cada instante?,
¿podríamos recuperar nuestros recursos naturales, nuestras empresas
estratégicas y darles una patada en el culo a las transnacionales,
sin recibir la rabieta de los defensores del actual modelo económico
que nos estrangula a diario?
En fin, creo que es
tiempo de darle una vuelta al temita de la “vergüenza” y hacerla
trabajar para nosotros. Creo en una vergüenza justa y honesta que
acuse nuestros extravíos, que nos hermane en una misma dignidad.
Pero, por favor, las instituciones poco o nada tienen que ver en
ello. Habría que limpiarlas primero. Y a fondo. Debemos despojarnos
de toda esa vergüenza que desde niños se nos inculca, como el miedo
a cuestionarse las reglas y valores que dirigen el mundo, y
devolvérsela a quienes hoy rasgan vestiduras desde sus tronos
marchitos. La libertad, así como el miedo, es peligrosísima cuando
cambia de bando. Dejemos rodar los dados y veamos qué pasa.