No recordó
cuánto tiempo llevaba allí. Una hora o quizás más. Esperando en medio del túnel
ferroviario del Cerro Chepe. Cualquier accidente en medio de esa oscuridad no
solo resultaría fatal. Además, nadie encontraría jamás su cuerpo, o bueno, lo
que quedara de éste. Aun así, en cierta forma, percibió que aquello estaba
mejor que meterse todos los días a un agujero donde bien podría terminar
igualmente muerte. Por eso había dejado la mina. Abastecer de licor a Coronel y
Lota en tiempos de Ley Seca era definitivamente mejor que escarbar en las
entrañas de la tierra en busca de carbón. Corría el duro invierno de 1940.
Por el momento, debería seguir esperando. El
último tren con destino a Curanilahue salía de la estación Chepe a las 21
horas. Por algún misterioso motivo, esa noche el convoy tenía un retraso de
cuarenta minutos. Días después se supo que una viuda desesperada intentó
arrojarse a las vías, obligando a su detención. Por el momento, el hombre
siguió esperando con dos pesadas bolsas cargadas de vino en la mano, conocidas
en esos años como cuntras, que
consistían en vejigas de cerdo especialmente acondicionadas para transportar
alcohol.
A su derecha, la solemnidad del río le
pareció de súbito como la muerte. Percibía el inminente
avance de sus
aguas, aunque la oscuridad no
le permitiera ver a la distancia sino unas pocas luces reflejadas en su
superficie. Sí. Se estaba mejor allí dentro que bajo la tierra. Algún día,
todos habremos de morir, en todo caso. Pero era mejor tener la posibilidad de
atesorar una última postal como lo era la del río y su cauce invisible.
¡Cuánta ironía tenía la vida! Su miedo a la
oscuridad y su claustrofobia se las arreglaban para encontrarlo detrás de cada
puerta que decidía abrir. Renunciar a la paga segura de la mina para
encontrarse en un túnel donde el tren pasaría a escasos centímetros de él, que
además debería arreglárselas para acercarse lo suficiente, como para entregar
su cargamento a uno de los pasajeros, y así burlar el control policial de la
estación. Los patrones habían decidido que los mineros no podían emborracharse.
Pero claro, podían seguir enterrándose en vida y volar en pedazos bajo la
tierra. Alguien debe remediar tamaña injusticia, comentaron sus nuevos jefes ¡y
por qué no obtener algo a cambio! Y entonces comenzaron sus noches de túnel.
Esa vez, sin embargo, su instinto intentaba
prevenirlo de algo que estaba por suceder. Miró nuevamente hacia el río y escuchó el primer aviso del tren que se
aproximaba. Sintió su corazón latir más rápido de lo normal. “Ya lo hiciste
varias veces antes, no puedes fallar ahora”, se repitió mentalmente, intentando
convencerse. Sonó el segundo aviso. Sabía que cuando escuchara la tercera
advertencia no tendría ninguna posibilidad de salir del túnel antes de que
pasara el convoy. Vaciló. Intentó mirar las cuntras
que sostenía en sus manos, pero una vez más la oscuridad se lo impidió. Se
resignó.
Tercer aviso. Cerró los ojos y percibió cómo se remecían los
durmientes de madera a sus pies. Se remeció junto a ellos. Las paredes del
túnel crujieron cuando el tren hizo su ingreso. El ruido de la locomotora se
volvió descomunal, poseyéndolo todo. Mil imágenes pasaron por la cabeza de
aquel hombre, que apretó los dientes cuando la imponente máquina pasó a
centímetros de su fragilidad. “Tercer vagón, tercer vagón”, se repitió.
Abrió los ojos y alzó los brazos en el momento oportuno. Las cuntras fueron recibidas por manos
fuertes y seguras desde una de las ventanas. Volvió a cerrar los ojos, y en lo
que dura una eternidad, el tren se alejó del túnel, llevándose sus vagones
sobre el río Bío Bío.
Caminó lentamente hacia la salida, acaso
derrotado, pensando en que al día siguiente conversaría con quien fuera
necesario para volver a la mina.
Ilustración: Francisco Zambrano, Frangles.
(Publicado en Periódico Resumen, 2013)