Debo reconocer que se veía
hermosa con su largo pelo cayendo por su espalda morena. Bien sabía que me
abandonaría en cuanto acabara de fumarse el cigarrillo que resistía su agonía
entre los finos dedos de pinza de mi musa. Sentí ganas de decirle que esta vez
no sería necesario que se fuera así tan rápido y urgente. Si fuera un hombre de
verdad, pensé, buscaría la forma de abrirme paso hacia sus labios y me las
arreglaría para no dejarla escapar. En vez de eso, miré por la ventana la
infinidad de coches que pasaban por la Avenida Paicaví.
-La noche está a nuestros pies, es toda nuestra -le dije.
Y ella me regaló la más exquisita
de sus sonrisas justo antes de comenzar a vestirse, dispuesta a dejarme
hablando solo sin la menor contemplación.
(Inédito)
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