El comienzo de todo
esto fue más o menos el siguiente. Llevaba algún tiempo viendo esas imágenes de
protestas en el metro de Santiago. Casi siempre a la hora de almuerzo, devoraba
mi cuenco de pollo con arroz que compraba en un local de comida turca de la
avenida Paicaví. Miraba las redes sociales y allí me lo encontraba: cientos de
secundarios saltando las vallas del metro en protesta por el alza del
transporte. En Conce estábamos igualmente acostumbrados a un estilo de vida
injustificadamente caro, y sin embargo, nadie se hacía cargo.
Así es que yo
devoraba mi almuerzo contemplando a aquellos cuerpos saltando con una alegría
salvaje, como poseídos por vapores rebeldes, subvirtiendo con su tan adorable
caos la realidad gris del orden neoliberal chilensis. Desde luego, lo más
divertido era escuchar los discursos graves y mediocres de las autoridades,
condenándoles:
-¡Estamos siendo víctimas de una violencia irracional!
-Cuando sube el pan no hacen ninguna protesta.
-¡Esto no es protesta, es vandalismo!
-¡Soy partidario de
reprimir con energía! – llegó a vociferar un anciano senador social-cocainómano
renovado.
Y yo, insisto,
adoré beber mi café escuchando su rabia. Luego, como el acto más normal del
mundo, salía de las redes sociales y volvía a la monotonía de mi trabajo. Las
horas pasaban para mí entre el trabajo y los estudios. Maldito examen que tenía
aquel sábado en la mañana. Cada hora libre de esa semana la aproveché para
estudiar, intentando retener lo mejor posible los conceptos fundamentales del
ITER CRIMINIS, la vía al delito. ¿Qué es lo que lleva a un ser humano a
delinquir? Detrás de todos aquellos conceptos técnicos se escondía una
interrogante así de brutal, pero la materia, tal vez por suerte, no llegaba a
explicarlo.
Así fueron los días
anteriores a esa tarde y noche de día viernes 18 de octubre. Ciertamente,
sentía que mi cabeza explotaría de un momento a otro con el estrés y la
ansiedad, por lo que siendo alrededor de las nueve decidí dejar el estudio
hasta allí y relajarme en las nerviosas horas previas a mi examen de Derecho
Penal. Necesitaba de un plan y lo tenía: hacía ya un tiempo que no invitaba al
cine a Paola y decidí que ir a ver Joker
sería un buen escape. Además, el Hermanito de los Queques Mágicos me hizo un
ofrecimiento que no pude rechazar: me vendió tres porciones de sus alucinantes
dulces. Podría invitar a Felipe, así aprovecharía de comentar lo que estaba
pasando en Santiago, que a esa hora continuaba con protestas. Así lo haría.
Pero antes, un último repaso de la materia del examen…
Me vi corriendo sin querer por una Avenida Paicaví
colapsada como buena noche de viernes, tratando de llegar a tiempo a la
pizzería donde me esperaba el Hermanito de los Queques Mágicos con la merca.
-Ten cuidado con
estos –me dijo- son pequeños, pero están mucho más potentes que la última vez.
No te atrevas a comerte más de la mitad de uno.
-Vale, así lo haré
–le dije sabiendo que mi instinto drogata podría más y acabaría comiéndome uno
entero.
El estudio había
sido tan desgastante que, junto con el cansancio mental, me sentía incluso físicamente
un poco debilitado. Tenía hambre. Fue un alivio saber que Paola había pasado por
algo de comida. Para mi sorpresa, compró otros cuencos de pollo. Desde luego,
comer un cuenco de pollo en el cine constituía una ordinariez tamaña, empero,
zamparse esas dosis aquellos queques con la guata vacía habría sido aún más
demencial.
Nos juntamos los
tres en la entrada del cine, llegando justo a tiempo al comienzo de la función.
-¿Cachai la cagadita que está quedando en Santiago?
-Oye sí.
-¿Compraste las entradas?
-Aquí los tengo.
-Entremos de una vez.
Reconozco que me
siempre me llamó la atención la extraña sensación de impunidad que rodea la
oscuridad del cine. El hecho de poder bajonear libremente y sin que la gente supiera
de dónde diablos salía ese olor a comida fue algo que de no ser por la penumbra
me habría avergonzado. Luego, hacia el final de la película, justo en la escena
en la que Joker le vuela la tapa de
los sesos al mierda de Murray, un sucedáneo de nuestro pestilente Don
Francisco, no pude evitar aplaudir. La porción de queque, aunque pequeña,
efectivamente se venía muy potente y comenzaba lentamente a hacer lo suyo.
Luego vinieron las
escenas de protestas callejeras tan características de la película. Recordé mis
viejos tiempos de capucha. Fue inevitable emocionarse con la rebelión de les
pobres, marginades, prójimes todes. Mierda,
si hasta debí contener las lágrimas al contemplar aquella danza carnavalesca y
macabra del sangrante protagonista sobre el coche policial, con la que
respondía gloriosamente a sus años de cotidiana humillación.
Drogábamos como
estábamos, nos pegamos largo rato mirando los créditos. Debo decir que en
ningún segundo se me habría pasado ni remotamente por la mente que al salir de
la sala nos encontraríamos con que el mundo, tal cual lo conocíamos hasta
entonces, había cambiado y continuaría cambiando para siempre. Incluso hoy me
pregunto, ¿habrá sido el queque mágico?, ¿y si solo me hubiese comido la mitad
de la porción como me recomendó el Hermanito de los Queques Mágicos? A veces
pienso que incluso la clave para comprender toda la bella y terrible locura que
se desataría a partir de ese momento en que nos levantamos de nuestros
asientos, se hallaba en el fondo mismo del cuenco de pollo que ingerimos con
tantas ganas…
-Espérenme un poquito, que necesito hacer pipí –nos
dijo Paola al salir al hall.
-Dale, te esperaremos en la entrada.
Entonces me di
cuenta que la expresión del rostro de Felipe había cambiado por completo luego
de que comenzara a revisar su teléfono:
-Weón, se echaron a un compa en Santiago. Piñera
decretó estado de emergencia y los pacos se echaron a un compa en Maipú.
-Me estás webiando…
Revisé mi teléfono
y estaba rebosante de mensajes. Una sensación eléctrica me sacudió el cuerpo.
Ya no se trataba de una simple protesta en Santiago. El sátrapa que teníamos
por presidente había declarado la guerra al pueblo que a esa altura se había
volcado a las calles por mucho más que un alza en el transporte. Nos había declarado la guerra a todes.
A Paola le tomó
unos minutos comprender qué ocurría cuando volvió del baño toda llena de locura
y vio nuestras caras.
-¿Y a ustedes qué les pasó?
-Va a quedar la cagá…
Salimos del cine a
la calle y se respiraba una tensa calma. Esa sería la última noche tranquila de
la ciudad en mucho, mucho tiempo. Nuestros teléfonos seguían recepcionando
decenas de mensajes provenientes de los muchos grupos que teníamos. Algunos
contaban detalles de lo que estaba pasando en Santiago, habría otros dos
muertos por la policía y los militares. Había que reaccionar al día siguiente.
Aquello era intolerable.
Decidimos ir a un
local llamado El Averno para
conversar una cerveza antes de irnos a nuestras respectivas casas. Caminamos
por la calle Orompello de una ciudad que no se parecía a Conce. Cierto es que
eran pasadas las una de la madrugada, pero el silencio de esa noche de viernes
lo recuerdo perfectamente, como si las personas y los sonidos se hubieran recogido,
como lo hace el mar antes de abrazarnos con sus olas cuando hay tsunamis. Recordé fugazmente el examen que debía dar al
día siguiente, pero se perdió ante la visión de los acontecimientos. Las
noticias modificaron nuestro viaje, huelga decirlo, no obstante, nos sentíamos
todavía navegando entre las brumas oníricas de la droga.
-Ya está -dijo
Felipe, ya instalados en una mesa frente al escenario en donde nadie tocaba-,
hay una convocatoria en la Plaza de los Tribunales para mañana al mediodía.
-Voy a pasar de los
primeros a dar mi examen para estar listo a esa hora. Te anticipo que se viene
pesado el día de mañana. Si en Santiago sacaron milicos, nada impide que no lo
hagan acá.
-Cierto, va a
depender de la cagadita que quede.
Nos fuimos
caminando hacia la Remo, pensando en lo que se vendría al día siguiente y a
cada tanto deteniéndonos a leer tal o cual nuevo mensaje que llegaba a nuestros
teléfonos.
Aquella mañana del
sábado 19 de septiembre me levanté a las 6.30 para alcanzar a repasar la
materia una última vez antes de mi examen. Sin embargo, no contaba con que el
efecto del queque mágico me duraría algunas horas más de lo pensado. Con todo,
conseguí releer la materia. Luego, sin desayunar, me puse mi terno –el mismo y
único terno que he usado en la vida-, y fui a dar mi examen. Me las arreglé
para pasar de los primeros, para aprobar y llegar puntualmente al mediodía a la
Plaza de los Tribunales.
Lo que ocurrió
luego, que al principio fuéramos cien, luego quinientos y a las pocas horas,
miles en las calles de Conce y de todo Chile, es algo que a esta altura forma
parte de un relato colectivo de quienes ese día decidimos encontrarnos y
comenzar a cambiar de una vez por todas nuestra realidad. Palabras como
justicia, dignidad, igualdad, pueblo y revolución volverían a escucharse en las
esquinas de nuestros barrios. Había pues, que ponerse manos a la obra con las
transformaciones sociales pendientes y urgentes. Y bueno, en eso estamos.
18 de Octubre Revolucionario de 2020.