Debe ser uno de los ejercicios espirituales más básicos e importantes.
No hay sensación de paz interior que se iguale a mirar por horas las manchas en
el techo de la propia habitación. Que se trate de manchas de humedad, grietas, nudos
en la madera o descomposición natural de la pintura, poco importa, a decir
verdad. Lo que se obtiene es algo así como la constatación de un vacío conmovedor,
pero también de una dulce quietud.
Casi siempre se llega a esta situación de manera accidental.
Generalmente a partir de un terrible aburrimiento: esperando una llamada –que digámoslo,
casi nunca llega-, debatiéndose entre seguir tendido en la cama o levantarse a
comer algo, o simplemente capeando el paso del tiempo una tarde de domingo o
del día que sea.
Una vez viví en un departamento cuyas paredes y cielos rasos
eran verdaderos mosaicos de distintas expresiones artísticas fortuitas –así las
consideraré-, de frescos y grabados que incluían paisajes, representaciones de
hechos históricos y especialmente, retratos. Una verdadera Capilla Sixtina decorada
a base de hongos y humedad. Recuerdo la tarde en la que descubrimos que en la
pared del pasillo había aparecido lo que parecía ser el rostro de un Cristo. La
combinación de colores concebida por la humedad sobre el gastado papel mural estaba
especialmente bien trabajada. Arte natural. El problema fue que a medida que
avanzaba el invierno la imagen se distorsionó al punto de derivar en un rostro con
rasgos demoníacos. Ninguno de nuestros esfuerzos por mantener al Cristo dio
resultado, y llegó la noche en que uno de los residentes del departamento gritó
de horror, asegurando luego que el rostro le había cerrado un ojo. Aquel sujeto
no volvió a dormir en paz hasta que limpiamos la pared.
Pero retomemos el tema del ejercicio. Pasarse horas mirando
el cielo de la habitación puede dar lugar a importantes revelaciones. A veces se
llega a tal grado de contemplación que la realidad parece detenerse y que todo
cuanto imaginamos que tiene lugar allá arriba es lo verdadero, lo real, y que
nuestro día a día es, en cambio, una completa farsa. Cuando eso ocurre nos
familiarizamos con hallarle nuevos sentidos a lo que vivimos y experimentamos.
Y claro, eso no está nada mal.
El problema es que muchas veces quienes ponemos en práctica
eso de mirar prolongadamente y sin el más mínimo apuro los cielos de nuestros
hogares, somos tachados de ociosos y, peor aún, se nos acusa de vagancia. No
hay tal cosa, desde luego. Tan solo el deseo de encontrar nuevos mundos y
fascinarnos con su contemplación. O al menos eso pienso yo…
Si nunca lo has intentado –cosa que me resultaría muy
difícil de creer-, puedes hacerlo esta noche con la luz encendida, o por la
mañana con luz natural. Solo asegúrate de escoger un cielo que tenga alguna textura
interesante y, demás está decirlo, si quieres proporcionarle una ayudita extra
a tu mente, es algo plenamente recomendable. Si lo deseas, puedes compartir acá
lo que viste o alguna conclusión a la que hayas llegado, por espantosa que sea.
Yo podría apuntarme con unas cuantas, pero para no aburrirles, prefiero dar por
cerrada esta entrada invitándoles a llevar a cabo este ejercicio, y deseándoles
un buen día.
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