Quisiera
comenzar citando dos fragmentos de la obra La creación poética
(1969), de José Miguel
Ibáñez, a partir de los cuales estructuraré esta breve
presentación. Si bien no están referidos estrictamente al quehacer
narrativo, me parecen pertinentes para adentrarnos en una breve
descripción de Más silenciosa que mi sombra.
Señala
Ibáñez que “en el poema hay vida y experiencia, y las hay con una
intensidad concentrada y máxima; pero solo cuando esta vida se hace
vida de la forma, cuando esta experiencia se hace lenguaje, solo
entonces hay poesía”. Pues bien, Más silenciosa que mi sombra
es una novela escrita en formato de un diario de vida, y esto no
casual. ¿Existirá algo más irreductiblemente íntimo, algo más
secreto e inconfesable que las palabras náufragas que se refugian en
un diario de vida? Verónica, la protagonista, se esmera en que sus
confesiones queden a resguardo de las manos -indiferentes- de
Alberto. Y es que al esposo distante y dotado de una frialdad brutal
poco parecen importarles el sufrimiento, la precariedad afectiva de
Verónica, que finalmente y al principio culposamente, cede a la
posibilidad salvadora de salir a buscar a otro alguien que le
devuelva su juventud y su sonrisa.
Vida
y experiencia; experiencia que se hace lenguaje en clave de diario de
vida, único compañero de las alegrías, penas y desventuras de
Verónica. Es gracias a este diario que nos llega su testimonio de
soledad, hastío y postergación. El libro de Ingrid no escatima en
buscar la identificación con el lector o lectora, e incluso ofrece
ciertos pasajes que permiten situar a quienes exploran sus páginas
en una dinámica de reconocimiento.
Afirmo,
las relaciones familiares se deterioran al no saber decirse las cosas
con amor y comprensión, al no saber interpretar uno lo que el otro
le quiere decir, al tratar de cambiarle a como dé lugar para hacer
realidad las expectativas que llevaron al matrimonio, al asumir
actitudes defensivas cuando se sienten atacados en su intimidad, al
no sentirse aceptados por ser como son, y al no contar con el
estímulo para asumir con plena libertad la mejora personal
(p.43).
Lo
anterior permite establecer igualmente un diálogo con las
motivaciones creadoras, en este caso, tanto de Verónica, como de la
propia autora de la novela. Nos acercamos, pues, a la “percepción
ideal de la obra”, que consiste en la participación activa por el
espectador de las motivaciones creadoras (vivencias, sentimientos,
inspiración, intenciones), ta como en el alma del artista dieron
lugar a la obra (Ibáñez, 1969:27).
Ese
puente, aquellos “vasos comunicantes” que establece Ingrid en el
lector no serían posibles sin la utilización de un lenguaje
sencillo y directo, “cotidiano” si se quiere, pues es
precisamente el uso de este lenguaje el que nos permite aproximarnos
a la intimidad del hogar quebrado, de la familia disfuncional, pero
también de la crisis existencial y del desamor.
Sentirse
prisionera tampoco es un estado de felicidad, ni qué decirlo, es
estar enjaulada con trozos de hielos que congelan el alma, no hay
pira que lo consuma, transforma a la vida en un estado casi agónico.
Cuando Alberto está en casa, la vida parece más dura, más
condenadamente insufrible. Y eso que está poco (p.98).
Verónica,
a sus jóvenes 35 años se cree vieja. Acepta la postergación que
padece como una consecuencia natural de su “vejez”, y le parece
como si la vida avanzara sin ella. Los constantes episodios de
soledad, la conducta a ratos “enajenada”, el hecho de no sentirse
plena o al menos “en igualdad de condiciones” en las
conversaciones que sostiene con sus amistades son prueba de ello.
Adonde quiera que va, incluso dentro de su propia casa, es una
extraña. Y solo pareciera asomar la conciencia del necesario -e
inminente- despertar de esa realidad frente a las frustraciones
ajenas, como la de Pepiña, la fiel asesora del hogar.
Sí,
Ingrid consigue que no permanezcamos indiferentes frente al
desenlace. A medida que avanzamos en la lectura, las cosas se tornan
inciertas, arremolinadas; lo único que nos queda claro, y es la
impresión que posee el libro desde su primera página es que “algo
grande va a pasar”. Fíjense qué curioso. Sometidos muchas veces
en nuestra propia existencia a la rutina de una vida infeliz,
haciendo eco de lo que Adamo inmortalizó como: “es mi vida, no es
un infierno, tampoco es un edén”, y que bien podría constituirse
como un himno de los amores fracasados, de las relaciones
disfuncionales; de las pasiones kármicas o como quiera llamárselas;
bueno, sometidos a ese infierno sobrevivible y aletargante, muchos
optamos por cerrar los ojos -y pensándolo bien, todos nuestros
sentidos-, y dejarnos arrastrar por la inercia. Con eso de que “tan
malo no es esto”, o “al menos todavía tengo mis pequeños
momentos de alegría”, como si la felicidad fuera ya inalcanzable,
“a esas alturas”, “mejor diablo -o diabla- conocido que por
conocer”, cerramos la puerta y nos tragamos la llave.
Es
aquí donde yo me pregunto -es inevitable-: ¿cuántas verónicas,
cuántos verónicos nos ahorraríamos como sociedad con una adecuada
educación sentimental? ¿Acaso no son estas “habilidades blandas”
de a vida las que se encargan de resolvernos los problemas más
“duros”? Me duele esta Verónica, me duele en el alma y todo el
rato que transcurre mi lectura de Más silenciosa que mi sombra
no puede dejar de dar vueltas en mi cabeza su figura deambulando de
un lugar a otro de la casa; conformándose con la mezquina rebanada
de felicidad que se anida en el amor de sus hijos, o en la casi
ingenua emoción y ansiedad que antecede a sus juntas con las amigas.
Bien Verónica, son finamente los amigos y amigas quienes acaban por
sacudirlo a uno. Es la contemplación de las vidas ajenas, siempre
imperfectas, a veces felices, a veces no, pero reales al fin y
al cabo. No es la felicidad ajena sino el simulacro de la nuestra la
que nos remece y despierta.
Y
entonces tiene lugar la subversión, el decidirse a ir al encuentro
de lo prohibido. Verónica y Matías. Verónica y Álvaro. Nuevas
personas para enfrentar las mismas dificutades, como dice una canción
por ahí. Entrar en la búsuqeda de ese otro que acabe de liberarnos
de la cárcel que sigilosamente la vida se ha encargado de tendernos
y perpetuar en nosotros…, hasta aquel instante definitivo: caemos
en la trampa.
Reflexiono
en nosotros, convertidos en amantes, furtivos enamorados, en lo
terrible que es la infidelidad, ella no nos hace más felices, nos
corrompe al convertirnos en embusteros. La trampa del engaño tiene
la ferocidad de un gato montés. Pienso: nos hiere en las cuerdas del
placer (p.63).
Lo
que sobreviene es la contemplación de uno mismo como un ser curioso,
una nueva forma de vida extraña que se abre paso hacia nosotros sin
que casi nos enteremos. Al menos, la contemplación en el espejo nos
parece un ritual ligeramente menos patético que antes. Eso sí,
cualquier brillo en la mirada no podrá omitir su carga culposa,
después de todo, estamos haciendo mal, estamos siendo infieles. Casi
sin reconocer que hace mucho, muchísimo tiempo, comenzamos a sernos
infieles a nosotros mismos.
Álvaro
llamó temprano y yo feliz de escucharlo. Hoy lo vería. Vamos a dar
una vuelta a Talcahuano, Tumbes o al aeropuerto, me dijo. Pensé:
dónde me lleves está bien, el lugar no importa contigo al lado. Soy
una fresca, me digo, por primera vez no me asusta serlo o parecerlo
(p.81).
Lo
que viene después lo dejo a a expectación del lector o lectora. Es
él quien habrá de juzgar o no a Verónica, a la espera de “eso
grande” que está por pasar…, y pasará. Está en todos y todas
las potenciales Verónicas el atender a tiempo el llamado de nuestra
propia felicidad, sea porque está allí para cobijarnos del mundo
exterior, para armonizarnos con él, o bien para evidenciar nuestro
apego a una vida exenta de emociones y afectos.
Estoy
convencido que el amor es un acto revolucionario; contrario sensu,
el desamor es lo más reaccionario que puede haber, ya que atenta a
las raíces mismas de aquello que esencialmente somos. Más
silenciosa que mi sombra es un grito que nos alerta frente a
estas cuestiones que de tan aterradoramente cotidianas que son a mí
en lo personal me horrorizan. Verónica se vuelve hacia nosotros,
lectores todos, con la urgencia de examinarnos a nosotros mismos:
quiénes somos y hacia dónde vamos. Movimiento propio y no ajeno, no
vaya a ser cosa que de tanto autoconvencimiento, de tanta
resignación, acabemos transformándonos en una sombra. Salgamos de
allí. Gracias, Ingrid, por el consejo.
Concepción, viernes 9 de marzo de
2018.