Cruzó el
puente a pie como de costumbre. A la distancia, la ciudad parecía cubierta por
un manto de humo. Probablemente se tratase de incendios forestales. Siguió
caminando, manos en los bolsillos, muerto de calor, hasta que se encontró con
un sujeto a punto de arrojarse al cauce del río Bío Bío. Se las había arreglado
para traspasar la barrera de seguridad y quedar a un pequeño salto de su
acabose. Se detuvo, quizás pudiera hacer algo, ayudarle de algún modo.
-¿Se encuentra bien, señor? –le
preguntó al suicida.
-Perfectamente, joven. Hoy será
el mejor día desde hace muchos –le respondió.
-Si lo que planea es matarse, le
advierto que caerá sobre un banco de arena. A lo mucho tendrá un par de
fracturas expuestas, padecerá de dolores horribles y, lo peor de todo, seguirá
usted vivo.
-Oh, vaya, parece que tiene
razón, pero ¿qué puedo hacer?
-Puede arrojarse directamente a
las aguas, ojalá de cabeza, y dejar que la corriente endemoniada de este río
termine el trabajo.
-Le estaré eternamente agradecido
por su consejo, joven. Se nota que es una persona de valores, ¿podría ayudarme
a salir de aquí?
-Con mucho gusto.
El joven cruzó
sin ninguna dificultad la baranda y se aproximó al sujeto. Al extenderle la
mano y tomarle de su brazo, el sujeto lo impulsó hacia sí con todas sus
fuerzas, al tiempo que se mantenía aferrado a la barrera metálica con su otra
mano. Esto le permitió quedarse en pie mientras el joven caía con majestuoso
silencio sobre el banco de arena que se endurecía para recibirlo.
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