Lo conocí en un asado al que me invitaron
unos amigos. Estábamos todos allí, inaugurando la casa, instalados en el patio
alrededor de una parrilla, vaso en la mano. Un tipo gordo que usaba una gorra
de color rojo, al que no conocía, empezó a hablar en un tono más fuerte que los
demás. Era como si se creyera dueño de una terrible verdad que necesitaba ser
revelada. Había conocido a muchos tipos así, que se arrogan cierto aire de
importancia, poseedores de algún secreto que los hacía únicos. Infelizmente, la
mayor parte de las veces se trató de charlatanes, cuenteros, sujetos despojados
de suficiente materia gris y con enormes carencias afectivas. Su idiotez no
tardaba mucho en quedar al desnudo. Los que necesitaban ser escuchados eran ellos
y no sus historias. En fin, decidí darle una oportunidad al de la gorra. Me
serví otro trago y escuché:
— Esto que
les digo no es para asombrarse. Se hace normalmente en todas las grandes
faenas. La historia de la construcción está llena de tipos que no han cumplido
con las exigencias del trabajo, y de capataces encolerizados que se los han
echado, y luego ordenado su lapidación y posterior emparedamiento. Trabajo con
cemento, no solo sabría cómo hacerlo, ¡llevo cuatro cuerpos en mi currículum!
A algunos se nos escapó la risa. No me
parecía tan irreal como cómico imaginar a un individuo como él en un trabajo
tan desdichado como echarle cemento a un cadáver. Él continuó ignorando por
completo nuestra incredulidad:
— A mí no me importa mientras me paguen. La
mayor parte de las veces se trata de pobres mierdas por las que nadie daría un
peso. Si no hubiesen ido a parar allí, seguro estarían debajo de un puente,
quemando basura en un latón y tragando vino en caja. Esa gente no le aporta al
mundo nada más que problemas. Llegaron a la vida cuando no quedaban vacantes.
Un par de idiotas que estaban a su lado
asentían satisfechos con el retorcido razonamiento de sujeto de gorra. Yo no
pude evitar vaciar mi vaso y mirarlo con mayor detenimiento. Entonces, poco a
poco –podría decir sorbo a sorbo- su
figura ya no me pareció tan insignificante. Lo vi llevarse una lata de cerveza
a la boca y echar un largo trago, y aunque no podría asegurarlo, me pareció
distinguir el tatuaje de una cruz gamada en su brazo derecho. Confieso que me
quedé pensando en el asunto, mi mente divagó algunos segundos, tal vez un par de
minutos. Cuando intenté volver a la realidad, la conversación era interrumpida
por risas grotescas y versaba en este tono:
— ¡Malditos
holgazanes, yo mismo ayudé a don Gerardo a deshacerse de un par de idiotas!
Ja…ja…ja. Al primero le estampé una pala en la cabeza. Para el segundo me
resultó más fácil hacer el trabajo con un martillo Ja… ja… ja. ¡Macabro secreto
tienen los edificios de Andalué! Solo en mi obra contabilicé cuatro cuerpos.
Algunos le dan un sentido de ritual, como un sacrificio humano. Yo no le doy
tantas vueltas, ¡para mí mientras menos de esos bastardos estén en circulación,
tanto mejor!
No sé si podría atribuirlo al whisky o a lo
que escuchaba, pero la cabeza me empezó a dar vueltas. Imaginé todos esos
cuerpos debajo de fastuosos edificios, niños jugando sobre tumbas de
desconocidos. Mis ojos volvieron una y otra vez al gordo parrillero nazi y a su
risa monstruosa. Decidí largarme de allí lo antes posible, y borrar de mi lista
de amigos a toda esa manga de enfermos. Llamé un taxi, me serví una última
copa, y regresé a casa para escribir todo esto.
(Fábula del buen bandido, 2013)
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