Todavía puedo
vernos bailar sobre la azotea del que fuera nuestro edificio. Pareciera que en
cualquier momento golpeará mi puerta con un ramo de flores, o tarareando su
último descubrimiento musical; mientras más raro, mejor. Carlos no podía ser
más hipster, y sin embargo, yo lo quería. Supongo que él también me amaba, pero
cuando una misma es quien descubre la traición in fraganti, la imagen se hace indeleble, y entonces es imposible
perdonar. El recuerdo pasa a ser como una dolorosa fotografía con la que se
convive día a día. Y pesa. Y ni cuenta te das de cuando se transforma en
remordimiento.
A mi madre no
la veo hace seis meses. Mi única familia en esta ciudad, y por mí puede
quedarse donde está; por mí que no me busque porque no me encontrará. Ya no
necesito del té de su sobremesa, ni de sus visitas dominicales, ni de sus
invitaciones a la peluquería. Tampoco necesito que me suba el ánimo después de
cada discusión con Carlos, porque él ya no existe para mí, ni volverá a existir.
Me quedo, eso sí, con la triste y glacial sonrisa que esbozó aquella tarde
frente al mar, afuera del Gimnasio La Tortuga, cuando le dije que pensaba
pedirle matrimonio a Carlos esa misma noche. Me quedo con los consejos que
torpemente se apuró en ofrecerme, sabiéndome perdida.
La imagen de
Carlos es tan real que ahora mismo podría sentarme a esperarlo con una botella
de cabernet y una tabla de quesos. Pero sé que no regresará. “Tu problema es
ser hija única. Estás acostumbrada a que te consientan en todo”, me decía. Quizás,
ahora que lo pienso, haya tenido algo de razón. No tengo a quién esconderle los
zapatos, a quién reprocharle lo rebuscado de sus gustos musicales, ni a quien
hacerle el amor. Cada vez que lo recuerdo echado sobre mí me parece escuchar la
canción de Led Zeppelin que nos volvía locos… Tuvimos nuestros días felices,
nos devoramos el uno al otro con tanto apetito que ni tiempo tuvimos para
pensar en la pesadilla que nos esperaba de postre.
La noche que
sorprendí a mi madre montando a Carlos sobre el que era nuestro lecho, sentí
que algo se quebró dentro de mí. ¡Cuán grande sería el arrebato de ambos que ni
siquiera oyeron mis pasos! No tuve tiempo para sentir odio, acaso eso explique
el remordimiento que hoy siento. Tomé lo primero que encontré –un candelabro de
puntas mohosas- y lo tumbé primero a él. Con Carlos retorciéndose de dolor en
el piso, ajusticiar a mi madre resultaría cosa sencilla. Quiero pensar que
murió ahogada en su propia sangre mientras me imploraba perdón. Me niego a
aceptar la burla de su silencio. Y ni hablar de la policía, los jueces, esta
celda. Mejor no hablar del hecho de que finalmente hayan sobrevivido, y que
continúen amándose a mis espaldas. Él clavándola todas las noches con una
botella de vino encima, y ella tragándose toda esa basura hipster solo para
tenerlo entre sus brazos.
(El Culo del Maestro, agosto de 2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario