Se la tragó el
vacío, tal como lo oyen. Se fugó dejándose caer. No sé si feliz, pero como
siempre, hermosa. Se despidió de mí con una seña. Yo con el corazón latiendo a
mil, porque me había prometido no dejarla partir sin antes darle un beso. Ya ven
cómo ocurren las cosas hoy en día. Todo es demasiado rápido. Mi maldita timidez
lo hizo de nuevo. Me quedé como un imbécil mirándola mientras se iba baranda
abajo, hasta que desapareció en mitad de aquel breve y vertical infinito, como
suelen hacerlo los ángeles. Y sabe, yo estoy seguro de que ella lo era. Estoy
seguro, además, de que no fue mi culpa, aunque ustedes me arresten diciéndome
todas esas barbaridades: que la dejé lanzarse sobre los autos desde ese puente
ferroviario que cruza la Avenida Paicaví, que no hice nada por detenerla, e
incluso que la empujé. Pero yo únicamente dejé que se fuera, y volvería a hacerlo
una y otra vez, porque cuando se despidió -aunque no lo hiciera con un beso- ella
supo que descendería hasta alojarse en mi alma, y que yo estaría condenado a
sufrirla por siempre.
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