Bien, para algunas personas a
quienes gusta en demasía llevar un estricto control sobre sus actos, un olvido puede
representar un peligro mortal. Lo cierto es que todos alguna vez en la vida
hemos experimentado esa sensación de tener un episodios borrosos, como si un
manto de bruma cayera sobre nuestras vivencias haciéndolas menos perceptibles
y, lo peor de todo, menos recordables.
Ahora, si de honestidad se trata,
he de reconocer que en la mayor parte de los casos estos episodios se producen a
altas horas y ¡ay! a veces propiciados por la presencia de alguna bebida
espirituosa, de mucho sueño, cansancio, una particular excitación, o todo lo
anterior junto.
Entonces es cuando caímos en ese
estado tan terrible para nuestra memoria como lo es el piloto automático. Nos deslizamos sobre la realidad como si se
tratase de sueños, con un protocolo destinado por nuestra mente para estas
ocasiones. ¡Si hasta parecemos
personas comunes y corrientes cuando andamos así!
Pero claro, cualquiera que se
encontrara con nosotros en ese estado –y esto suele siempre conllevar alguna
que otra escena vergonzosa-, puede comprobar fácilmente que no estamos en
nuestros cabales. Aunque podamos, claro, abrir una puerta sin problemas,
cepillarnos los dientes, recorrer de vuelta el camino a casa, e incluso hacer
otro tipo de ejercicios de alto riesgo en esas condiciones. Sin embargo,
cualquier intento que hagamos por balbucearle alguna idea o pensamiento propio
a gente cercana terminará, a no dudar, en una calamidad para nuestra imagen
personal.
A veces, por supuesto, nuestra
propia memoria decide apagarse y ahorrarnos unas cuantas horas de
comportamiento desastroso. Los médicos le llaman ausencias negras. Bonita
denominación. Y en cuanto creemos haber recuperado nuestra lucidez, o a lo
menos una parte de ella, nos volcamos al siempre humillante trabajo de rescatar
fragmentos de lo que fue toda esa agonía de nuestra conciencia.
Por ejemplo, recuerdo una vez en
la que encontrándome en tan poco grata situación, conseguí reconstruir buena
parte de la historia de la noche anterior a partir de pistas y fragmentos. Llegué
a un bar de calle Ongolmo. Subí hasta el segundo piso, y no fue sino hasta que
comenzaron a circular muchas copas sobre la mesa en la que me encontraba,
cuando me levanté para ir al baño. En aquel instante reparé en la presencia de
un par de conocidos en otra mesa, y naturalmente, me acerqué a ellos con la
intención de saludarles. Ahí se corta la grabación de mi memoria. En la
siguiente escena aparezco caminando a
saltos junto a un grupo numeroso de personas –supongo que todos saldríamos de
aquel bar-, por calle Maipú, seguramente en dirección al clandesta de turno esa
noche. Siguiente pasaje: jugando a colgarme –sin éxito- de las enormes fauces
del Tiranosaurio de la Plaza Acevedo. Otros tantos a mi alrededor también
hacían lo suyo con las otras bestias jurásicas. Finalmente, un último recuerdo me
remitía a un departamento desconocido, mucha gente también desconocida, música
estridente, luces estroboscópicas (o como carajo se llamen esas de las
discotecas), empujones, gente en muy malas condiciones, entre las que me
incluía…
Y luego, era que no, la horrible
sensación de que en algún momento, en algún puto momento, la cosa terminó mal.
No recordaba enfrentamiento verbal ni físico alguno, y sin embargo, la
sensación de que haber sido testigo o protagonista de alguna cagada inundaba el
ambiente. No lo supe sino hasta bastante después, y para mi suerte, la cagada
no había corrido por mi cuenta, sino por la de uno de mis inadaptados acompañantes.
En síntesis, pudiera ser que
estos episodios borrosos tiendan a confundirse además con nuestros sueños. Tal vez
se alojen en la misma “carpeta” del cerebro, o sean un sueño más. Yo no lo sé. ¿No era Calderón de la Barca el que aseguraba
que la vida entera no es más que un sueño? Probablemente el sujeto aquel
tuviera la cabeza invadida de episodios borrosos y buscase pasar piola, o
quizás estuviera en lo correcto. Tal vez algún día lo sepamos…
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