Una noche estaba
frente al computador. Me sentía muy cansado, pero no estaba dispuesto a
dormirme. Tal vez eso es lo que esperaría la sociedad de un asalariado como yo,
pero no. Viviría unas cuantas horas más, aunque sólo caminara errante por el
infinito filo de los normalmente deshonestos minutos nocturnos. Esta vez no le
ayudaría al sistema a destruirme.
Salí del
departamento cerca de las diez, caminé por entre los edificios dirigiéndome al
teléfono público de costumbre. Telefoneé a Largo. Me contestó su buzón de voz.
Deseé dejarle un bello insulto de recuerdo, pero aquellas eran mis últimas
monedas. Maldije y llamé a Alejandra. Pregunté por Erica.
- Está al lado
- De acuerdo, voy
para allá, necesito hablar con ella - respondí
- Bien, te espero
Caminé de vuelta
ahora por entre los edificios, y justo en el momento en que pasaba bajo unos
tupidos árboles, sentí como si alguien me llamara entre la oscuridad. Miré a mi
alrededor. Estaba solo y una gruesa capa de neblina cubría la ciudad. No vi a
nadie y seguí mi camino.
Crucé la Avenida Paicaví y llegué al
otro extremo de la Remodelación. Ahí
los vi por primera vez. Por lo menos una docena de perros vagos. Dormían
apaciblemente. Dormían apoyándose unos con otros, dándose calor. Estaban
ubicados justo en la subida al departamento donde me dirigía. Pasé
cuidadosamente entre animales, y conseguí no interrumpir sus sueños. Golpeé la
puerta indicada, me atendió una mujer. Había una fiesta descomunal adentro.
Gente bebiendo de las botellas, música estridente, vómitos, escándalo.
- ¿Erica?
- Tú debes ser
César
- Así es. Veo que
no es un buen momento para hablar de arriendos… veo mucha bebida y ya sabes…
- Pero pasa y
sírvete un vaso, luego sal y conversamos
- De acuerdo
Entré al
departamento, no conocía a nadie. Fui a la mesa
y me preparé una bebida, fuerte. Luego me dirigí a la puerta. Miré a un
costado: dos hombres manoseaban a una jovencita un poco pasada de copas. En una
esquina un tipo con cara de desquiciado, sentado en una silla de mimbre, jugaba
con una pequeña daga. Al salir, Erica estaba ajustando su sostén. Me pareció un
hermoso gesto técnico. Fingí no haberlo visto.
- Entonces,
necesitas una pieza a fines de este mes
- Así es. Esta es
la última fiesta que doy. Es mi despedida de este departamento. Mi mejor amiga,
con la que vivía, no fue capaz de aceptar mi relación con su hermano, y decidió
echarme. Bueno, al final no duramos mucho, pero el daño ya estaba hecho: me
echó de todos modos
- Una tontería…
- Sí. Él era un
poco mayor, tenía algunos problemas. Sufría de personalidad múltiple, bebía un
poco y de inmediato cambiaba su forma de ser. No era violento, aunque creo que
en el fondo le atormentaba muchísimo el asunto
- Seguro que sí
- ¿Sabes? escribía
poesía
- Los únicos locos
que no lo hacen no están lo suficientemente locos
- Yo también lo
creo así
- ¿Escribes poesía?
- Sólo cuando me
alcoholizo en exceso
- Ah, bien
- Sí. ¿Quieres otro
trago?
- Lo aceptaría
gustoso
Entramos al
departamento y llenamos nuestros vasos. Antes de salir, noté que el tipo de la
daga se había cortado las manos, pero el terrible estado de su borrachera le
impedía levantarse, dirigirse al baño y curarse el corte. Erica me invitó a su
balcón, a contemplar desde allí la espesa bruma que cubría la ciudad. Mientras
conversábamos, a cada tanto se escuchaba el tronar de un tren a la distancia.
Era una noche húmeda y alegre, al menos en este departamento. Erica me hablaba ininterrumpidamente
de su vida, de su último amorío y de la última vez que intentó hacerlo con las
bragas puestas.
Pronto se hizo
tarde y decidí largarme. Regresé caminando entre árboles y antiguos edificios
de departamentos. Aún no me sentía del todo ebrio. La niebla se había hecho aun
más espesa que antes. Miré los edificios y se me ocurrió que en cada
departamento donde no hubiese una luz encendida, seguro alguien estaba siendo
devorado por el insomnio. Pensé que indudablemente, las luces apagadas constituían
la horrible evidencia de quienes no están dispuestos a lidiar con sus
conciencias. De quienes encienden la televisión para apagar su cerebro.
De pronto, un ruido
como de pasos me inquietó. Parecía como si alguien me hubiese seguido. Tuve esa
impresión desde que salí del departamento de Erica. Eché a correr un buen pique
y me oculté tras unos arbustos. Entonces divisé entre la bruma una figura que
poco a poco evidenciaba su forma humana, caminaba de un lado a otro. Me
buscaba. A la distancia noté que tenía algo en la mano, parecía algo filudo.
Era el tipo que se había cortado con la daga, en el departamento de Erica.
No dudé un segundo
en interceptarlo. El muy cerdo me había seguido. Me acerqué cautelosamente por
detrás de los matorrales, hasta ponerme justo detrás de él. En un momento
comenzó a mirar hacia las ventanas de los edificios, entonces salté sobre él y
le aticé, al tiempo que le sujeté la mano con la que empuñaba el cuchillo.
Estaba borracho. Borrachísimo. Bastaba muy poca fuerza para desestabilizarle.
Le quité la daga y la arrojé lejos. Lo empujé y cayó. No quise rematarlo en el
suelo. Tal vez debí hacerlo.
- Ya verás
cabronazo… ¡verás cómo te arreo la próxima vez! – murmuraba el sujeto
- ¡Calla, animal!
Estaba muy mal.
Finalmente, lo ayudé a parase, aunque una vez en pie decidió retomar la pelea,
tomándome por el cuello con ambas manos. Conseguí zafarme y le di un rodillazo
que le hizo bufar. Ahí se quedó, doblado en dos, intentando no caer a tierra
otra vez. Maldiciendo.
Di la vuelta y me
fui, pero en cuanto estuve fuera de su alcance visual, volví detrás de los
arbustos para ver qué hacía. Caminaba en círculos, agitando las manos como si
las tuviera empapadas de algo. Parecía desquiciado. Lanzó un par de gritos
horrorosos, espeluznantes. Miré a mi alrededor y noté cómo muchas de las
habitaciones de edificios que estaban a oscuras, después de oír los gritos se
iluminaron. Me pareció absurdo: sólo un grito desgarrador era capaz de
despertar sus conciencias. No eran las flores, la belleza o las molleras de sus
hijos pequeños. No. Era lo sórdido
que había en sus vidas.
Dando tumbos, el
hombre se marchó hacia el departamento de la fiesta, aullando hasta que se lo
tragó la neblina. Decidí irme a casa, pero entonces recordé la jauría de perros
que dormían en la escalera. Posiblemente, dada su condición etílica el hombre
no sería tan astuto como para pasar cuidadosamente entre ellos, sin
molestarlos, ni despertar su ira.
De pronto escuché
unos ladridos. Después, un alarido. Corrí en dirección de las escaleras, y vi
al hombre de la daga rodeado por al menos una docena de canes. Pese a su
condición, esquivaba bien algunos tarascones, pero dada la gran cantidad de
mandíbulas que se batían contra él, le fue imposible evitar unas cuantas y bien
colocadas mordeduras.
- ¡Suéltenme,
monstruos del infierno! – vociferaba el pobre tipo
Después de unos
instantes de tortura, consiguió subir las escaleras y llegar al departamento de
Erica. Golpeó unas cuantas veces la puerta, pero nadie se dignó a abrirle. Al
final, y en una medida desesperada, optó por comenzar a llamar la atención. Se
bajó los pantalones y orinó un poco la puerta. Luego se dirigió a la puerta
vecina e hizo lo mismo. Orinó un poco en todos los departamentos. En algunos
fue detectado e insultado. Sentí una extraña pena por él. Alguien amenazó con
llamar a la policía y así lo hizo. Al cabo de unos minutos divisé una baliza en
medio de la niebla. Luego escuché la tradicional sirena y decidí dejar el
asunto hasta ahí. Caminé entre los árboles para no ser detectado, y llegué a mi
departamento.
Me preparé un café,
salí balcón. Pese a la bruma, era una noche preciosa. Cinco pisos más abajo,
unos policías buscaban algo entre los arbustos. A lo lejos se escuchó por
última vez en la noche el aviso del tren.
(Alucinaciones, 2011)