Nos encontramos, pues, frente a un árbol
muerto. Yace, seguramente, en algún lugar del bosque que de pronto se nos antoja un cementerio;
allí donde el silencio ensordecedor es capaz de responderle a la más arrogante sensatez.
No es ninguna casualidad que el libro de
Alan comience hablándonos de Dios, despertando de una resaca, seguramente
descomunal.
Un día Dios despertó en
Malos Aires después de la resaca,
Lejos del estupor del
bullicio de la ciudad sitiada
Y fue a dar al acantilado
póstumo del tiempo (p.9)
Es casi seguro que con la caída de Dios
caemos también nosotros. Habitantes todos de la “ciudad sitiada”, descendemos
por el tronco ya estéril de este árbol; a medida que caemos, rebotamos y nos
dejamos conducir a través del “imperio de las ideas”, por esos auténticos nodos que resultan ser los “hongos
alucinógenos”. Los mismos que aguardan pacientemente, en mágico sueño, a que
tropecemos con su latencia.
Estamos dentro del árbol muerto. Somos
parte de ese bosque invisible, de aquella sabiduría aparentemente fenecida. Y
si nuestro viaje parece errático, es una pura casualidad. Vemos en 3D, así
somos conducidos a través de miles de fragmentos diminutos de vidas pasadas,
épocas remotas, episodios fabulosos. Frente a cualquier duda que pudiese
aquejarnos, Muñoz Olivares tiene la respuesta:
Las 3 dimensiones son el
Déjà vu de las prostitutas silentes
que esperan ser penetradas
por la locura (p.10)
Y luego, en un arranque de brutal
honestidad, nos aclara de una vez por todas la escena a la que asistimos, con
nuestros sentidos comprometidos por el vino, la poesía o la virtud, al decir de
Baudelaire
La resistencia
revolucionaria de la mandrágora
es la sobrevivencia de las
luciérnagas en la noche
revoloteando el ÁRBOL DEL
AHORCADO (p.10)
Me consta que casi la totalidad de los
árboles (vivos y muertos) tienen algo que decirnos. Me consta, además, que no
existen las verdades fáciles. Si perseveramos en este descenso me parece que
habremos dado un paso adelante en la comprensión de esto, así signifique “Salir
a tientas con un cuerpo ensangrentado entre las manos”.
A medida que caemos, en “caída libre”,
parecemos aterrizar a cada tanto en diferentes territorios. “La Ciudad Luz”, la
“Gran Vía Blanca newyorquina”, el “Reyno de la Carne en Marqueteo”, el “Mar
Muerto”, nos derivan finalmente a nuestra “Sudamérica personal, escondida”, y
particularmente, a Chile:
Chile es una calle larga de
dos pistas,
Una va al cielo, La otra al
infierno (p.22)
Es aquí donde yace la raíz de este
gigantesco árbol a través del cual nos desplazamos. Aunque los “Eagles” nos
canten su “Hotel California”; porque también lo hacen los “ángeles
distorsionados” de Alan. Los mismos que parecen susurrarnos los que acaso sean
los versos más bellos del poemario:
Sus destinos lo llevan
bolsillo atrás del pantalón,
Porque hay monedas en la
frente
Como el mapa de tu
geografía:
Nos dormimos boca con boca,
Nos inhalamos los
pensamientos (p.26)
Los hongos alucinógenos se transfiguran,
adoptan la pose de ángeles que siguen haciendo su trabajo. Mientras continuamos
nuestro descenso hacia la raíz de este árbol, somos espectadores de destellos
extraños y perturbadores, que nos devuelven al mundo, en la forma de realidades
paralelas. Es precisamente en una de ellas donde reparamos en el tropiezo del
Dios resacoso.
Llueve a cántaros en La
Concepción del Nuevo Extremo
y nadie repara en la
trizadura de Dios en el ocaso
(p.32)
Resulta imposible no acordarse de aquella
otra cartografía maravillosa: la de Harris en su Cipango. Si no fuera por los ángeles, pienso, quizás también
naufragaríamos en esta ciudad-mar. Dice Muñoz Olivares:
Ahora nos queda el miedo
invicto
de besar los sombríos
rincones de las calles
aferrados al universo de la
memoria
y ajenos a los buses
en un paradero (p.85)
Entonces es cuando caemos en la
conclusión de que somos parte de un fantástico ritual. Siempre lo hemos sido,
incluso ahora, en nuestro peregrinar por este tronco de un árbol muerto. Pero
el viaje a través del cadáver se ha vuelto más que una simple suma de
resplandores. Tal vez sea inútil intentar comprender lo eterno, aunque la
lucidez a veces pretenda fascinarnos con su lógica y razón. Lo que nos queda es
apenas el reflejo de nuestra propia imagen, nuestro rostro proyectado al
infinito; nuestro rostro como sinfonía de todos los rostros.
Mi rostro son los rostros
del mundo
que vienen a contar la fina
embriaguez
de la iluminación (p.103)
Nuestra caída, nuestro viaje a las
profundidades del árbol muerto nos devuelve al reino de lo real (¿es realmente
real?), con muchas más preguntas que respuestas. Solo me resta volverme hacia
Alan para pedirle que imagine una noche como ésta, y que comience a hablarnos
en su nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario