lunes, 29 de septiembre de 2014

Arriba de la micro

   Me encuentro algo perdido. Necesito tomar una micro y no recuerdo exactamente cuál es la que me sirve. Sin minutos en el teléfono y con el extraño deseo de hacerme invisible por unos instantes, con ganas de desplazarme flotando por las calles de la ciudad, me subo al primer microbús que se detiene a dejar un pasajero en un solitario paradero de Avenida 21 de Mayo. Por supuesto, elijo el asiento de la ventana, más o menos al medio.
   Pongo algo de música en mis oídos y por momentos me da la impresión de estar frente a un videoclip grabado en esta ciudad, cuyos fragmentos tejen una historia de difícil interpretación dentro de mi cabeza. Una esquina, un gesto, un perro, un grafiti, un neón. La ciudad me comunica y yo me comunico con este monstruo del cual posiblemente solo seamos sus vísceras, o bien su sangre envenenada. El rostro dibujado en el aire por un nudo de cables sobre calle Maipú consigue sacarme de estas cavilaciones, impulsándome a mantenerme en circulación, aunque desconociendo el destino último que tendrá este recorrido.
   Me bajo en un paradero cercano a la Universidad del Bío Bío, cruzo la calle e inmediatamente me subo a otra micro. Intuyo las arterias que recorreré, y me genera cierto placer pensar en que seguiré alimentando mi mirada con las sugerentes visiones de aceras y galerías. A esa altura, ciertamente, estoy decidido a dejarme llevar por mi extravío. Paso frente a la Plaza Acevedo, donde un grupo de niños juega en medio de los dinosaurios a escala real. Algunos de los que parecen ser sus padres, por su parte, se toman fotos poniendo la cabeza en sus fauces.


   Algo sucede al llegar al paradero de micros de calle Tucapel y Avenida Los Carrera. De allí arrancan los buses que van hacia las comunas de Coronel, Lota y Arauco. Un par choferes se trenzan a golpes ante la mirada de transeúntes y colegas. De cada diez manotazos, con suerte conectan uno. Nadie se acerca para intentar separarlos. Es probable que a nadie le importe demasiado que se lastimen entre ellos. Creo comprobarlo al ver a dos estudiantes contemplando la grotesca escena y riendo a carcajadas.
   Tomo otra micro y entonces, en el camino comienza a oscurecer y a medida que me acerco a Concepción experimento unas ganas descabelladas de bajarme, de terminar a pie el recorrido que me devuelva a casa. Sin embargo, y como dicen algunos, la noche no asegura ningún retorno. Al pasar por la rotonda Paicaví constato lo evidente. La ciudad se ha vuelto líquida. Por su acuosidad navegan erráticamente algunos individuos que parecen querer desaparecer de la escena que contemplo, volver a casa, asistir a alguna cita, llegar hasta su lugar de trabajo, o simplemente echarse a andar a merced de las corrientes.
   Encontrándome a escasas dos cuadras del paradero de Avenida 21 de Mayo que marca el fin de mi viaje, ocurre algo. Otra micro, con la cual el conductor se ha enfrascado en una frenética carrera a lo largo del viaje, se detiene al lado de la máquina que me transporta, y al coincidir ambas en la luz roja del semáforo, la cercanía de esa otra micro me permite examinar detenidamente a sus pasajeros. Me parece, por un instante, estar frente a un espejo con algún grado de distorsión. Nuestras miradas se entrecruzan y funden como las de peces examinándose desde detrás de las paredes de sus respectivos acuarios. No somos prisioneros entonces. Pero tampoco libres del todo. Solo cuerpos anónimos que alimentan el flujo de esta bestia que nos acoge, acerca y separa, con una frialdad tan ominosa que cualquiera de nosotros, pasajeros todos, estoy seguro daría cualquier cosa por adelantar la incómoda escena, y que la micro continúe su andar, para bajarnos pronto y volvernos a sentir únicos, dueños orgullosos de nuestras soledades, al fin peatones caminando sobre la acera firme y no navegantes de una ciudad que desde detrás de los cristales no es más que un paisaje ruidoso.

(Fotografía de Michelle Foulon)

Columna aparecida en el Periódico Resumen, edición de septiembre de 2014.