El Culo del Maestro







El Culo del Maestro fue un proyecto literario iniciado en 2009 y que entró en receso indefinido a partir de diciembre de 2012. Corresponde a una revista en formato digital de edición mensual, que combinó poesía y narrativa. Desafiante, sacrílego, obsceno e irreverente, El Culo tuvo como escenario de sus historias la ciudad de Concepción, especialmente la otra urbe, aquella que permanece invisible para quienes no exploran su nocturnidad, ni su marginalidad. 


A continuación se ofrecen al lector algunos relatos y poemas publicados en El Culo del Maestro. 


 

Fantasma.-



En este cuarto

Un segundo antes de que la luz se apagara

Creí divisar a un fantasma

Justo a tus desnudas espaldas


Y ahora


Que nada veo sino a través de las yemas de mis dedos

No estoy seguro de si amaré a una o a dos

Es una incertidumbre algo placentera

Lo confieso

Pero lo que verdaderamente me atormenta

Es no recordar la ubicación del espejo.






Escrito en el Cerro Caracol.-


Cuando esta ardua subida termine, estoy seguro de que pensaré que valió la pena el sacrificio, porque la ciudad se despertará sobresaltada. Por ahora me queda cargar sigilosamente este enorme y pesado cilindro. Lo demás está dentro de mi mochila. Ninguna de aquellas parejas que se besan y toquetean allá abajo se imagina lo que pretendo hacer en esta apacible noche de noviembre.



Ya voy dejando atrás las últimas luces, ahora me valgo sólo de mis ojos, con su visión limitada por la oscuridad del tupido follaje. Hace unos años, esto me hubiese parecido un juego de niños. Pero los tiempos han cambiado, y la mayoría de la gente hoy se ha vuelto estúpida y acepta que distintas manos la estrangulen a la vez. Incluso sonríe al verles llegar. Tarjetas de crédito, televisión por cable, rostros de televisión con cara de culo que sonríen en los paraderos y azoteas de los edificios, han terminado por secuestrarles su alma.



Estoy cerca del lugar indicado. Desde aquí puedo ver la torre luminosa en lo alto del cerro, vigilante silenciosa de la urbe, que del otro lado reposa con miles de pequeñas luces. Desde acá arriba Concepción luce como un monstruo de formas sensuales. El río y la majestuosidad de sus cerros hacen lo suyo. Pero no hay tiempo para detenerse a pensar, estoy solo en esto. Ya veremos lo que dirá la policía, que seguro hablará de anarquistas. Tal vez no se equivoque, tal vez sí.    



Preparo el detonador. Para haber estado unos cuantos años tirados por allí, estos materiales responden bastante bien. A todos nos hace bien retomar las banderas, al parecer. Deposito al fin la pesada carga dentro del tubo de oxígeno. Lo relleno de pólvora. Termino los últimos ajustes.



Me retiro rápidamente entre los arbustos, aunque tomando la precaución de una buena distancia para activar el detonador. Cuando haga contacto con la pólvora, la ciudad entera se despertará, y entonces me sentaré a disfrutar de un buen cigarrillo, escuchando las sirenas de las patrullas y los reportes de la radio. Son pasadas las once. Es la hora indicada. Creo que ya estoy lo suficientemente lejos. Enciendo la mecha. Miro por última vez hacia el lugar. Me despido de los árboles y aprieto el botón. Que el destino esté a mi favor, a favor de los que luchan. Salgo corriendo ladera abajo, contando: tres, dos, uno… luego, el furioso estruendo y lo demás, que seguramente ya sabes por la prensa.










Los Soñadores en el Balcón.-


Continuemos mirando la ciudad

Cómodamente desde el balcón

Con una copa en la mano

Y nuestros sueños allá afuera

Danzando entre las luces de los edificios

Escapándose

Como nuestra conciencia

De esta noche líquida;



Aprendamos de las vidas ajenas:

La gente sabe divertirse

Ocultando sus lágrimas con pericia

Ven, seamos actores de este teatro infinito

Algún día la vida nos hará un lugar entre todos ellos

O al revés;



Dejémonos llevar que

Mientras el humo desfile por nuestros pulmones

Mientras Morrison cante para nosotros allá adentro

Aún podremos saborear esta última canción

Que ya vendrá el vacío y nos llevará con su aliento caudaloso

Con su tiempo del no tiempo

Con su vaivén de ensueños perfumados y terribles.






Transparencia.-
Recuerdo la mañana en que Carlos desapareció. Yo escuchaba a Charlie Parker, fumaba un cigarrillo tras otro e intentaba inútilmente dibujar el árbol y el paradero de micros desde mi ventana. Entonces me llegó su voz desde el teléfono, diciéndome con frialdad que lo nuestro había terminado. Siendo el fin, decidí comenzar a beber abundante vino.

Me sentí destrozada; no era tanto lo que lo extrañaría a él, sino que echaría de menos sus obsesiones. Por ejemplo, ya me había acostumbrado a despertar en mitad de la noche con sus espantosos gritos, seguramente acosado por pesadillas infernales. Visitó médicos y psicólogos y no hubo quién pudiera extirparle aquellos temores.

Desde luego, Carlos me culpaba a mí de todas sus angustias. De pronto se volvió injustamente celoso, no me dejaba en paz ni siquiera cuando me metía en el baño de algún bar. Siempre veía a otros como él merodeándome, aunque estuviera sola. Amenazaba con golpearme y no paraba de llamarme “asesina”. Sin embargo, no llegó a ponerme jamás una mano encima; y cuando lo intentaba era como si sus golpes fueran transparentes, pasaban de largo.

Bueno, en fin, volviendo a Charlie Parker, esa mañana me emborraché tempranamente y decidí encararlo. Fui hasta su departamento en Avenida Chacabuco, y enceguecida por el alcohol aproveché un descuido para atizarle con una figura de yeso, lo suficientemente filuda. Y allí lo dejé, mientras la sangre comenzaba a ensuciar poco a poco la alfombra.

Al cabo de pocas horas lo tenía de vuelta en mi casa, llorando y suplicándome cosas terribles, como que me entregara a la policía, asegurándome que no me guardaba rencor, aunque fuera una asesina, y otras barbaridades por el estilo. En fin, el asunto es que consiguió hacerme sentir mal su aspecto. Aún lo tengo allí enfrente, observándome mientras escribo esto. Sí, me hizo sentir mal. Por eso terminé de acomodar en mi cuello esta extraña cuerda que me trajo. A ver si así me dejará tranquila. Maldita sea, ¿quién entiende a los hombres?










Desnuda y Atada.-


Las películas de western tenían razón

No habría nada mejor que toparse

Con una chica desnuda y atada

En mitad de la línea;



Desde luego, si me pasara

No me quedaría allí esperando

A que algún furioso tren la destrozara,

Posiblemente no resistiría acariciar enérgicamente sus caderas

Y siendo un perfecto cobarde, la desataría

—con la ilusión de una fogosa recompensa—

E incluso, si todo saliera bien

Le pediría repetir la escena algún día

Aunque no tuviese más estética ni adrenalina

Que la de un cuarto sucio, atiborrado de libros y botellas vacías. 



Los incendios.-

Antes de quemar la automotora de Avenida Paicaví, Mario Bonzo era un completo infame. Pero tuvo suerte, y las cámaras llegaron justo a tiempo. Alcanzó a sonreír frente a ellas y a maldecir a un par de autoridades, antes de que lo subieran al carro policial. Durante los largos meses de prisión preventiva, recibió algunas cartas de supuestos admiradores de su causa.



Como por ayuda de los dioses, esquivó la ley antiterrorista y al fin lo dejaron en libertad. Su abogado arguyó una depresión, debido a un desgarrador fracaso amoroso en sus tiempos de dócil oficinista. Le dijo al juez:



— ¡No sería justo culpar a un tipo cuyo pene fue incendiado por una novia perversa!



Tras unas semanas de readaptación, volvió a sus andanzas. Primero quemó la estatua de un general. Después, destrozó los vidrios de un banco. Una noche, medio borracho, las emprendió contra la gigantesca publicidad de una multitienda. Dibujó un monstruoso pene bajo el rostro sonriente de un animador de televisión.



Conciente de que la policía le seguía los pasos, Bonzo se recluyó algunos días en un sencillo motel de calle Bandera. La mañana en que fue detectado, improvisó un lienzo con las inmundas sábanas, y lo descolgó por la ventana:



NUESTRA ESPERANZA NO ACEPTARÁ

SUS CONSIGNAS VACÍAS, INFELICES

¡SOMOS LA REBELDÍA!



Acto seguido, dejó caer sobre los oficiales unas cuantas bombas incendiarias. Se escucharon algunos disparos. Luego, los agentes ingresaron cautelosamente al inmueble. De Bonzo, ni rastro.






El otro lado del espejo.-

Te invito a naufragar en este mar

Donde perderse no es trágico

Donde los más temibles horrores se disfrazan sublimes;

Vuelve a tu lecho y duérmete

Cierra los ojos para empezar a ver el mundo:

Y entonces te habrás contemplado del otro lado del espejo;

Consciente de que la tirana razón se impondrá finalmente

Te diré que la luna ya se ha compadecido de nosotros

Al vernos volar como felices ángeles nocturnos

Desterrados al infierno de su pesadilla diurna.


Karaoke.-


Nunca podremos sentirnos suficientemente seguros caminando de madrugada por el centro de Concepción. Sin embargo, lo que le sucedió a ese pobre borracho no se puede atribuir a otra cosa que no sea una maldición, un castigo de los dioses, el karma o la simple mala cuea de estar en el lugar equivocado a la hora incorrecta.



Dejó la mitad de su sueldo en un local de karaoke. El asunto fue motivado por una tragedia amorosa, aunque la música allí dentro bien hubiese podido alimentar fantasías suicidas hasta en el espíritu más limpio. Por eso, mientras los demás cantaban tales abominaciones, él se dedicó a beber un trago tras otro, hasta perder la cuenta y la conciencia. Fue arrojado a la calle por un par de gorilas, y caminó dando tumbos por Barros Arana. Se decidió por fin a cantar a todo pulmón un tema de Favio, y entonces comenzó su vía crucis. Alguna gente despertó sobresaltada de sus pesadillas, y corrió al balcón para gritarle groserías o arrojarle algún objeto. Pronto comenzaron a lloverle escupitajos, baldes de agua fría, maceteros, relojes, galardones de concursos literarios, zapatos, etc. Nada lo detuvo, y siguió interpretando a Favio hasta que en un arranque de locura, y sin dejar de cantar, se desnudó.



Justo en ese instante comenzó a llover muy fuerte, lo que tampoco le importó gran cosa, sabiendo que sería imposible regresar así a casa y darle una explicación coherente a su mujer. Al final, una horrorosa tulipa que observaba la escena con alguna compasión, se ofreció generosa a dar buen término al calvario de aquel beodo. Lo tomó con sus tentáculos, lo condujo en el aire hacia su pistilo y se lo bebió como a un batido rancio de cualquier Servicentro de Avenida Los Carrera. Del hombre nunca más se supo, aunque hay quienes aseguran escucharle cantar a Favio en las noches más desordenadas del paseo Barros.



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