lunes, 27 de mayo de 2019

EL AGUA Y LA LUNA


Nunca me he sentido un hombre ordinario. Incluso cuando camino por las noches en dirección a mi hogar, lo hago con la seguridad de estar en el lugar y el momento perfecto. Y eso, claro, me distingue de otros seres humanos. De niño siempre tuve muy claro que la única forma de conseguir lo que uno se propone en la vida es pagando su precio, y ya de grande comprendí que éste inequívocamente resultaba ser la soledad.


Eso sí, para batírselas solo uno debe endurecerse lo suficiente, hacer oídos sordos de lo que dice el resto, no ceder a lo que los demás pretender hacer de uno. Aquella fue mi elección, el camino propio. Pues bien, digo esto porque el proceso antes descrito me llevó a ser quién soy, con mis innumerables defectos, pero también con mis virtudes. Dentro de ellas, el escepticismo ha sido crucial. A muy poco de andar aprendí que el mejor antídoto para la frustración es no esperar nada de nadie. Rara vez he llegado a creer en algo que no haya podido comprobar por mí mismo, lo que, supongo, me otorga alguna autoridad para contar lo que comenzaré a relatarles.

Ocurrió una madrugada de mayo, hará cosa de dos o tres años atrás.  Iba yo caminando de regreso a mi hogar, tras haber acabado mi turno en una gasolinera de la Avenida Paicaví. Como es usual, procuro llevar conmigo una petaca de pisco o alguna bebida lo suficientemente espirituosa como para paliar el frío nocturno de esta ciudad.

Normalmente, me dirijo algo presuroso a mi casa, consciente de que el mejor premio para un obrero solitario consiste en permitirse un merecido descanso. La tibieza de mi cama era, pues, la única imagen que llevaba en mente. Y, desde luego, me parecía el motor más poderoso de todos para dirigir mis pasos en aquella húmeda madrugada. Sin embargo, al pasar frente a la Laguna, sucedió algo extraño. El cigarrillo que acostumbro a encender a veces por el solo placer de dejarlo consumirse entre mis dedos durante el camino, se me resbaló y cayó al suelo. Me detuve a recogerlo, y al incorporarme noté por primera vez la belleza de luna que se permitía tener en sus cielos esa gélida madrugada. Era una luna llena tan grande, que hasta me llevó a liberar una risita nerviosa de incredulidad frente a su luminosa belleza. Me pareció en ese momento que debía aprovechar lo que me quedaba de cigarrillo y petaca en su contemplación. Para ello, me acerqué hasta los bancos de madera que están en el borde de la laguna, y me detuve a recrear mis ojos con el fantasmagórico resplandor que producía la luz de la luna sobre sus aguas brumosas.


Suficientes explicaciones les he ofrecido ya acerca de mi bien ganado escepticismo sobre todo aquello que no consiguen explicar mis sentidos. Pero es en este momento cuando me veo en la obligación de volverme sobre mis palabras y contarles de una buena vez lo que el destino me tenía preparado en esa insólita madrugada. Permanecí de pie algún par de minutos en la orilla de la Laguna, que a esas horas estaba en la más absoluta soledad. Y entonces, el horror. Podría jurar que de entre el vapor que se levantaba desde la superficie de las aguas, bajo el reflejo de la luz lunar, emergió como proveniente del fondo mismo de la laguna una figura semihumana.

La figura correspondía a un cuerpo doblado en dos, luego en cuclillas, pero no fue hasta cuando se puso completamente de pie que pude comprobar que se trataba de una joven menuda y pálida. Con solo recordar la escena, aún puedo sentir el mismo escalofrío que me recorrió entonces de pies a cabeza. Un miedo sobrehumano hizo que el cigarrillo se resbalara de mis labios y cayera al pasto. Tampoco conseguí mirarla a los ojos cuando salió del agua, mientras desafiaba a mi ateísmo rogándole a la Providencia que me librara de aquel súbito horror. Acerca de cómo era, me limitaré a decir que parecía vestir una especie de camisón de color blanco, y que sobre su largo pelo usaba un cintillo de colores algo vistosos, muy posiblemente decorados con flores. Hay algunas flores silvestres bien llamativas en los pastos que rodean la laguna.

Oh, Dios mío, que ahora mismo estoy helado hasta los huesos del solo espanto que me produce recordar lo que ocurrió luego. El espectro aquel, salido desde las entrañas mismas de ese mágico cuerpo de agua, caminó en línea recta hacia la Avenida, donde, al cabo de pocos minutos, consiguió que algún inocente se decidiera a transportarla en su automóvil. No consigo entender cómo diablos pudo alguien haber sido tan valiente como para ofrecerle un lugar en su vehículo a aquel terrorífico ser.

No me resulta fácil dar término a esta narración. Me niego a aceptar aquello que mis sentidos no consiguen comprender y, sin embargo, la presencia de la joven que emergió desde las aguas de la Laguna Tres Pascualas esa fría noche de mayo me perseguirá para siempre. He tenido no pocas pesadillas en las se lanza sobre mí y me ataca salvajemente. En otras, aparece en cualquier parte de mi pequeño hogar, acechándome. Soy quien soy gracias a mi escepticismo, y si bien al comienzo me empeñé en convencerme a mí mismo de que aquello no había sido sino una alucinación, la sensación de horror que al día de hoy me produce su recuerdo, se encarga de demostrarme que no estaba en presencia de una simple travesura de mi mente. 

Algunas noches, en la soledad de mi habitación, poco antes de dejarme abatir por el sueño, llegan hasta mí algunas ideas vagas que procuran inútilmente tranquilizarme. Entonces, rendido ya frente al cansancio cotidiano, me repito que la vida me ha permitido conservar mi guarida en la razón extrema, si bien ha abierto en aquella oscura habitación una ventana no tan diminuta desde donde es posible atisbar otra realidad, a la que no consigo llamar de otro modo que no sea locura.



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