domingo, 24 de abril de 2016

DEJARSE LLEVAR


    Dejarse llevar es como saber que la fumada te mandará a la luna, pero decides hacerlo igual porque de cualquier forma tienes claro que la panorámica de tu vida será mejor desde esa altura. Se crece un poco más, es la promesa, y aunque suele haber desastres a la vuelta de la esquina, dejarse llevar, entregarse a la vida, fluir, es una de las sensaciones más deliciosas a las que uno puede abandonarse.
    Seguro habrás oído la historia de aquel chico o chica que por dejarse llevar se compró el cuento equivocado, y es que claro, los malos viajes son parte de una dura realidad con la que debemos lidiar a lo largo de toda nuestra existencia. Pero está también el reverso bondadoso de la moneda. El mismo que nos dice que el tiempo es ahora, que pasado y presente son parte de una ilusión de la cual necesitamos desprendernos para continuar nuestro camino.
    Y aquí viene el otro asunto: dejarse llevar parece ser cosa de estar dispuesto a aprender. Aceptar nuestro papel, reconocernos como simples aprendices en este mundo de mierda, aceptar que podemos tropezar, caer y revolcarnos en el barro varias veces, antes de que nos atrevamos a dar el siguiente paso. Claro, la gracia está en no quedarse pegado y decidirse de una vez por todas a actuar. Si el miedo a equivocarnos es lo que nos paraliza, entonces el aceptarnos imperfectos y algo mal de nuestras mentes tal vez pueda ayudar a bajarnos los humos y comprender la urgencia de vivir en el presente despojados de prejuicios.
    Habrá sido un par de noches atrás cuando tropecé con un mensaje. Alguien me decía que debía aprender a vivir en el ahora. Ese alguien reclamaba mi presencia en un lugar al cual había decidido no ir. Y si bien en el momento lo contesté con una evasiva, con falso orgullo tal vez, ahora que le doy una vuelta le encuentro toda la razón. Al final de esa noche comprendí el sentido completo de lo que quería decirme ese mensaje que, en el fondo, me enviaba la vida. No es que haya salido a la calle semidesnudo a dejarme a atrapar por una simple promesa, por supuesto, pero fue casi una liberación el sentir que podía hacer lo que quisiese, que podía burlarme de mis propios miedos, que podía reírme de mi siempre posible fracaso, que podía reírme a carcajadas de mis fantasmas mientras fueran incapaces de alcanzarme, y la única forma de conseguirlo era, justamente, dejándome llevar. 

    Ceder el control. O como le oí decir a un voladito afuera del bar de costumbre: “abordé una barca con dirección al infinito”. Desde luego, no se puede vivir siempre así. La vida parece estar constituida por momentos, que separadamente parecen a ratos estar desprovistos de sentido, pero que juntos consiguen encajar a la perfección y devolverle alguna coherencia a nuestro andar en este mundo. Por supuesto, nada bueno sacaríamos de quedarnos mucho tiempo viajando a merced por sus turbulentas aguas. Pronto caeríamos en la terrible máxima de Mario Santiago Papasquiaro, eso de “si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”.
    Pero en fin, algunas veces debemos ceder y mandar un ratito al diablo nuestros prejuicios. Entonces soltamos las ataduras, nos aceptamos así de despojados de todo, así de humildes y livianitos de ego, con los ojos bien abiertos para ver todo lo que el destino decida poner en nuestro camino. Sí, dejarse llevar es una forma de adquirir sabiduría, de crecer. Flotar sobre las aguas del río confiando en que tarde o temprano la corriente nos llevará a la otra apacible orilla. A por ello.

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