miércoles, 24 de agosto de 2016

CUATRO CUERPOS




Lo conocí en un asado al que me invitaron unos amigos. Estábamos todos allí, inaugurando la casa, instalados en el patio alrededor de una parrilla, vaso en la mano. Un tipo gordo que usaba una gorra de color rojo, al que no conocía, empezó a hablar en un tono más fuerte que los demás. Era como si se creyera dueño de una terrible verdad que necesitaba ser revelada. Había conocido a muchos tipos así, que se arrogan cierto aire de importancia, poseedores de algún secreto que los hacía únicos. Infelizmente, la mayor parte de las veces se trató de charlatanes, cuenteros, sujetos despojados de suficiente materia gris y con enormes carencias afectivas. Su idiotez no tardaba mucho en quedar al desnudo. Los que necesitaban ser escuchados eran ellos y no sus historias. En fin, decidí darle una oportunidad al de la gorra. Me serví otro trago y escuché:

— Esto que les digo no es para asombrarse. Se hace normalmente en todas las grandes faenas. La historia de la construcción está llena de tipos que no han cumplido con las exigencias del trabajo, y de capataces encolerizados que se los han echado, y luego ordenado su lapidación y posterior emparedamiento. Trabajo con cemento, no solo sabría cómo hacerlo, ¡llevo cuatro cuerpos en mi currículum!

A algunos se nos escapó la risa. No me parecía tan irreal como cómico imaginar a un individuo como él en un trabajo tan desdichado como echarle cemento a un cadáver. Él continuó ignorando por completo nuestra incredulidad:
A mí no me importa mientras me paguen. La mayor parte de las veces se trata de pobres mierdas por las que nadie daría un peso. Si no hubiesen ido a parar allí, seguro estarían debajo de un puente, quemando basura en un latón y tragando vino en caja. Esa gente  no  le aporta al mundo nada más que problemas. Llegaron a la vida cuando no quedaban vacantes.


Un par de idiotas que estaban a su lado asentían satisfechos con el retorcido razonamiento de sujeto de gorra. Yo no pude evitar vaciar mi vaso y mirarlo con mayor detenimiento. Entonces, poco a poco –podría decir sorbo a sorbo-  su figura ya no me pareció tan insignificante. Lo vi llevarse una lata de cerveza a la boca y echar un largo trago, y aunque no podría asegurarlo, me pareció distinguir el tatuaje de una cruz gamada en su brazo derecho. Confieso que me quedé pensando en el asunto, mi mente divagó algunos segundos, tal vez un par de minutos. Cuando intenté volver a la realidad, la conversación era interrumpida por risas grotescas y versaba en este tono:

— ¡Malditos holgazanes, yo mismo ayudé a don Gerardo a deshacerse de un par de idiotas! Ja…ja…ja. Al primero le estampé una pala en la cabeza. Para el segundo me resultó más fácil hacer el trabajo con un martillo Ja… ja… ja. ¡Macabro secreto tienen los edificios de Andalué! Solo en mi obra contabilicé cuatro cuerpos. Algunos le dan un sentido de ritual, como un sacrificio humano. Yo no le doy tantas vueltas, ¡para mí mientras menos de esos bastardos estén en circulación, tanto mejor! 

No sé si podría atribuirlo al whisky o a lo que escuchaba, pero la cabeza me empezó a dar vueltas. Imaginé todos esos cuerpos debajo de fastuosos edificios, niños jugando sobre tumbas de desconocidos. Mis ojos volvieron una y otra vez al gordo parrillero nazi y a su risa monstruosa. Decidí largarme de allí lo antes posible, y borrar de mi lista de amigos a toda esa manga de enfermos. Llamé un taxi, me serví una última copa, y regresé a casa para escribir todo esto.




(Fábula del buen bandido, 2013)

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