domingo, 7 de agosto de 2016

REMORDIMIENTO



Todavía puedo vernos bailar sobre la azotea del que fuera nuestro edificio. Pareciera que en cualquier momento golpeará mi puerta con un ramo de flores, o tarareando su último descubrimiento musical; mientras más raro, mejor. Carlos no podía ser más hipster, y sin embargo, yo lo quería. Supongo que él también me amaba, pero cuando una misma es quien descubre la traición in fraganti, la imagen se hace indeleble, y entonces es imposible perdonar. El recuerdo pasa a ser como una dolorosa fotografía con la que se convive día a día. Y pesa. Y ni cuenta te das de cuando se transforma en remordimiento.

A mi madre no la veo hace seis meses. Mi única familia en esta ciudad, y por mí puede quedarse donde está; por mí que no me busque porque no me encontrará. Ya no necesito del té de su sobremesa, ni de sus visitas dominicales, ni de sus invitaciones a la peluquería. Tampoco necesito que me suba el ánimo después de cada discusión con Carlos, porque él ya no existe para mí, ni volverá a existir. Me quedo, eso sí, con la triste y glacial sonrisa que esbozó aquella tarde frente al mar, afuera del Gimnasio La Tortuga, cuando le dije que pensaba pedirle matrimonio a Carlos esa misma noche. Me quedo con los consejos que torpemente se apuró en ofrecerme, sabiéndome perdida.

La imagen de Carlos es tan real que ahora mismo podría sentarme a esperarlo con una botella de cabernet y una tabla de quesos. Pero sé que no regresará. “Tu problema es ser hija única. Estás acostumbrada a que te consientan en todo”, me decía. Quizás, ahora que lo pienso, haya tenido algo de razón. No tengo a quién esconderle los zapatos, a quién reprocharle lo rebuscado de sus gustos musicales, ni a quien hacerle el amor. Cada vez que lo recuerdo echado sobre mí me parece escuchar la canción de Led Zeppelin que nos volvía locos… Tuvimos nuestros días felices, nos devoramos el uno al otro con tanto apetito que ni tiempo tuvimos para pensar en la pesadilla que nos esperaba de postre.

La noche que sorprendí a mi madre montando a Carlos sobre el que era nuestro lecho, sentí que algo se quebró dentro de mí. ¡Cuán grande sería el arrebato de ambos que ni siquiera oyeron mis pasos! No tuve tiempo para sentir odio, acaso eso explique el remordimiento que hoy siento. Tomé lo primero que encontré –un candelabro de puntas mohosas- y lo tumbé primero a él. Con Carlos retorciéndose de dolor en el piso, ajusticiar a mi madre resultaría cosa sencilla. Quiero pensar que murió ahogada en su propia sangre mientras me imploraba perdón. Me niego a aceptar la burla de su silencio. Y ni hablar de la policía, los jueces, esta celda. Mejor no hablar del hecho de que finalmente hayan sobrevivido, y que continúen amándose a mis espaldas. Él clavándola todas las noches con una botella de vino encima, y ella tragándose toda esa basura hipster solo para tenerlo entre sus brazos. 

(El Culo del Maestro, agosto de 2012) 



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