lunes, 12 de septiembre de 2016

AULLIDOS NOCTURNOS




      Una noche estaba frente al computador. Me sentía muy cansado, pero no estaba dispuesto a dormirme. Tal vez eso es lo que esperaría la sociedad de un asalariado como yo, pero no. Viviría unas cuantas horas más, aunque sólo caminara errante por el infinito filo de los normalmente deshonestos minutos nocturnos. Esta vez no le ayudaría al sistema a destruirme.



      Salí del departamento cerca de las diez, caminé por entre los edificios dirigiéndome al teléfono público de costumbre. Telefoneé a Largo. Me contestó su buzón de voz. Deseé dejarle un bello insulto de recuerdo, pero aquellas eran mis últimas monedas. Maldije y llamé a Alejandra. Pregunté por Erica.



- Está al lado



- De acuerdo, voy para allá, necesito hablar con ella - respondí



- Bien, te espero





      Caminé de vuelta ahora por entre los edificios, y justo en el momento en que pasaba bajo unos tupidos árboles, sentí como si alguien me llamara entre la oscuridad. Miré a mi alrededor. Estaba solo y una gruesa capa de neblina cubría la ciudad. No vi a nadie y seguí mi camino.



    Crucé la Avenida Paicaví y llegué al otro extremo de la Remodelación. Ahí los vi por primera vez. Por lo menos una docena de perros vagos. Dormían apaciblemente. Dormían apoyándose unos con otros, dándose calor. Estaban ubicados justo en la subida al departamento donde me dirigía. Pasé cuidadosamente entre animales, y conseguí no interrumpir sus sueños. Golpeé la puerta indicada, me atendió una mujer. Había una fiesta descomunal adentro. Gente bebiendo de las botellas, música estridente, vómitos, escándalo.



- ¿Erica?



- Tú debes ser César



- Así es. Veo que no es un buen momento para hablar de arriendos… veo mucha bebida y ya sabes…



- Pero pasa y sírvete un vaso, luego sal y conversamos



- De acuerdo

      Entré al departamento, no conocía a nadie. Fui a la mesa  y me preparé una bebida, fuerte. Luego me dirigí a la puerta. Miré a un costado: dos hombres manoseaban a una jovencita un poco pasada de copas. En una esquina un tipo con cara de desquiciado, sentado en una silla de mimbre, jugaba con una pequeña daga. Al salir, Erica estaba ajustando su sostén. Me pareció un hermoso gesto técnico. Fingí no haberlo visto.

- Entonces, necesitas una pieza a fines de este mes

- Así es. Esta es la última fiesta que doy. Es mi despedida de este departamento. Mi mejor amiga, con la que vivía, no fue capaz de aceptar mi relación con su hermano, y decidió echarme. Bueno, al final no duramos mucho, pero el daño ya estaba hecho: me echó de todos modos

- Una tontería…

- Sí. Él era un poco mayor, tenía algunos problemas. Sufría de personalidad múltiple, bebía un poco y de inmediato cambiaba su forma de ser. No era violento, aunque creo que en el fondo le atormentaba muchísimo el asunto

- Seguro que sí

- ¿Sabes? escribía poesía

- Los únicos locos que no lo hacen no están lo suficientemente locos

- Yo también lo creo así

- ¿Escribes poesía?

- Sólo cuando me alcoholizo en exceso

- Ah, bien

- Sí. ¿Quieres otro trago?

- Lo aceptaría gustoso



       Entramos al departamento y llenamos nuestros vasos. Antes de salir, noté que el tipo de la daga se había cortado las manos, pero el terrible estado de su borrachera le impedía levantarse, dirigirse al baño y curarse el corte. Erica me invitó a su balcón, a contemplar desde allí la espesa bruma que cubría la ciudad. Mientras conversábamos, a cada tanto se escuchaba el tronar de un tren a la distancia. Era una noche húmeda y alegre, al menos en este departamento. Erica me hablaba ininterrumpidamente de su vida, de su último amorío y de la última vez que intentó hacerlo con las bragas puestas.

       Pronto se hizo tarde y decidí largarme. Regresé caminando entre árboles y antiguos edificios de departamentos. Aún no me sentía del todo ebrio. La niebla se había hecho aun más espesa que antes. Miré los edificios y se me ocurrió que en cada departamento donde no hubiese una luz encendida, seguro alguien estaba siendo devorado por el insomnio. Pensé que indudablemente, las luces apagadas constituían la horrible evidencia de quienes no están dispuestos a lidiar con sus conciencias. De quienes encienden la televisión para apagar su cerebro.

       De pronto, un ruido como de pasos me inquietó. Parecía como si alguien me hubiese seguido. Tuve esa impresión desde que salí del departamento de Erica. Eché a correr un buen pique y me oculté tras unos arbustos. Entonces divisé entre la bruma una figura que poco a poco evidenciaba su forma humana, caminaba de un lado a otro. Me buscaba. A la distancia noté que tenía algo en la mano, parecía algo filudo. Era el tipo que se había cortado con la daga, en el departamento de Erica.

      No dudé un segundo en interceptarlo. El muy cerdo me había seguido. Me acerqué cautelosamente por detrás de los matorrales, hasta ponerme justo detrás de él. En un momento comenzó a mirar hacia las ventanas de los edificios, entonces salté sobre él y le aticé, al tiempo que le sujeté la mano con la que empuñaba el cuchillo. Estaba borracho. Borrachísimo. Bastaba muy poca fuerza para desestabilizarle. Le quité la daga y la arrojé lejos. Lo empujé y cayó. No quise rematarlo en el suelo. Tal vez debí hacerlo.

- Ya verás cabronazo… ¡verás cómo te arreo la próxima vez! – murmuraba el sujeto

- ¡Calla, animal!


      Estaba muy mal. Finalmente, lo ayudé a parase, aunque una vez en pie decidió retomar la pelea, tomándome por el cuello con ambas manos. Conseguí zafarme y le di un rodillazo que le hizo bufar. Ahí se quedó, doblado en dos, intentando no caer a tierra otra vez. Maldiciendo.

      Di la vuelta y me fui, pero en cuanto estuve fuera de su alcance visual, volví detrás de los arbustos para ver qué hacía. Caminaba en círculos, agitando las manos como si las tuviera empapadas de algo. Parecía desquiciado. Lanzó un par de gritos horrorosos, espeluznantes. Miré a mi alrededor y noté cómo muchas de las habitaciones de edificios que estaban a oscuras, después de oír los gritos se iluminaron. Me pareció absurdo: sólo un grito desgarrador era capaz de despertar sus conciencias. No eran las flores, la belleza o las molleras de sus hijos pequeños. No. Era lo sórdido que había en sus vidas.

      Dando tumbos, el hombre se marchó hacia el departamento de la fiesta, aullando hasta que se lo tragó la neblina. Decidí irme a casa, pero entonces recordé la jauría de perros que dormían en la escalera. Posiblemente, dada su condición etílica el hombre no sería tan astuto como para pasar cuidadosamente entre ellos, sin molestarlos, ni despertar su ira.

      De pronto escuché unos ladridos. Después, un alarido. Corrí en dirección de las escaleras, y vi al hombre de la daga rodeado por al menos una docena de canes. Pese a su condición, esquivaba bien algunos tarascones, pero dada la gran cantidad de mandíbulas que se batían contra él, le fue imposible evitar unas cuantas y bien colocadas mordeduras.

- ¡Suéltenme, monstruos del infierno! – vociferaba el pobre tipo


     Después de unos instantes de tortura, consiguió subir las escaleras y llegar al departamento de Erica. Golpeó unas cuantas veces la puerta, pero nadie se dignó a abrirle. Al final, y en una medida desesperada, optó por comenzar a llamar la atención. Se bajó los pantalones y orinó un poco la puerta. Luego se dirigió a la puerta vecina e hizo lo mismo. Orinó un poco en todos los departamentos. En algunos fue detectado e insultado. Sentí una extraña pena por él. Alguien amenazó con llamar a la policía y así lo hizo. Al cabo de unos minutos divisé una baliza en medio de la niebla. Luego escuché la tradicional sirena y decidí dejar el asunto hasta ahí. Caminé entre los árboles para no ser detectado, y llegué a mi departamento.

      Me preparé un café, salí balcón. Pese a la bruma, era una noche preciosa. Cinco pisos más abajo, unos policías buscaban algo entre los arbustos. A lo lejos se escuchó por última vez en la noche el aviso del tren.


                                                                   (Alucinaciones, 2011) 




 

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